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Tribuna
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Por un partido de extrema derecha

¿Blasfemia contra la democracia? ¿Ironía de mal gusto? Ni lo uno ni lo otro. Constituir el partido de la extrema derecha es lo que a determinados dirigentes del PP, jaleados por militantes y simpatizantes, el cuerpo les pide y la democracia les agradecería. La fórmula de un gran partido que abarque desde el centro hasta la extrema derecha, supuestamente inventada por José María Aznar, no funciona; mejor dicho, está funcionando de manera catastrófica para la democracia y el progreso en España, porque en la práctica de dicha fórmula marcan la pauta los elementos de extrema derecha. Cuando ese partido está en el gobierno, convierte la política institucional en algo lacerante, demoniza a la oposición, mete al país en aventuras bélicas, harta a la ciudadanía con sus desplantes y su ceño hosco, sin dejar de ser, por supuesto, sostén de ventajas y privilegios para los grupos sociales que lo apoyan. Cuando está en la oposición, sigue con su bronco lenguaje y su programa demoledor, destruye consensos que antes había exigido en nombre del patriotismo o de la democracia, y -no habría que alegrarse por ello- pierde toda credibilidad como alternativa de gobierno con grave perjuicio del sistema democrático.

Se objetará que ya existen partidos de extrema derecha en España y que no hay que jugar con fuego en un país que pirómanos de la extrema derecha incendiaron durante tres años. Lo primero, siendo cierto, no es un obstáculo. Más que partidos, existen grupúsculos sin incidencia electoral ni capacidad de proselitismo -un clásico, Falange Española de las JONS, obtuvo 12.067 votos en las elecciones generales de 2004-, que cultivan nostalgias preconstitucionales y se desfogan en reyertas de fin de semana y borrachera. No es ésa la nueva extrema derecha que se estila en Europa, obligada a respetar el marco democrático. En cuanto a lo segundo, aquel fuego está apagado, los únicos rescoldos que quedan son las brasas de los sentimientos de los supervivientes y de sus allegados más directos.

La conversión de todo el PP en extrema derecha sólo sería posible expulsando del partido a los moderados -que abundan- y adelgazando hasta la anorexia política una base electoral que en las últimas elecciones alcanzó los 10 millones de votos. No todo el PP, pues, pero sí una fracción del partido estaría presta a la conversión. ¿Acaso no la anuncia la procacidad ultra de Ángel Acebes seguida por el desenfreno dialéctico de Mariano Rajoy? ¿No supone la ideología que produce la FAES el germen de un neojoseantonianismo, la expresión española de la reacción neoconservadora? ¿No invita al alzamiento civil la sombra del caudillo en potencia? El momento, en sentido temporal lato, es propicio, y el contexto político, bueno para tal proyecto. Algunos ejemplos del arsenal dialéctico ultra ilustran sobre la preparación de la oportunidad: la reinterpretación de los atentados del 11-M y la victoria electoral socialista como un complot urdido contra España desde "montañas" y "desiertos" próximos, la quiebra de España por la sedición de las autonomías, la rendición del Estado ante una negociación con ETA, la marginación internacional de España entregada al eje franco-alemán y burlada por dictadores y desequilibrados caribeños... y como telón de fondo, el previsible deterioro de la situación económica con estallido de la burbuja inmobiliaria incluido; el crecimiento galopante de la inmigración, que a no tardar disparará la xenofobia popular; el desprestigio de Europa por la pérdida anunciada del maná de los fondos de cohesión; la agitación permanente bendecida por la jerarquía eclesiástica...

Se puede pregonar perfectamente la férrea unidad del partido y su irrenunciable posición de centro, como se ha invocado recientemente con ocasión del juicio de Josep Piqué sobre Acebes y Zaplana -"nos conectan con el pasado", ha dicho sibilinamente, porque desde la derecha moderada por la que opta rechaza que ambos tengan futuro-, cuando se sabe el partido dominado por una derecha que coquetea sin reparos con propósitos de extrema derecha.

Quedan, sin duda, algunas incógnitas por despejar: ¿qué fracción sería la mayoritaria en el PP, la moderada o la ultra?, ¿quién lideraría la fracción moderada? Si los facciosos ultras no toman la iniciativa de escindirse, la derecha moderada debería armarse de valor y promover su expulsión. Con ellos dentro del partido, el PP no volverá al gobierno central, salvo si gana por mayoría absoluta, algo cada vez menos probable. La derecha española no tuvo ocasión de autodepurarse como lo hicieron las derechas de Francia, Alemania e Italia después de la guerra. Ahora tiene la oportunidad que se merece quitándose de encima el extremo que siempre lastró su trayectoria y convertirse en la derecha sensata que España necesita. ¿Qué ganarían los ultras saliendo del PP y constituyendo un partido? Si no son unos impostores ideológicos, rendirían tributo a la coherencia y, liberados de los últimos restos de corrección política, tendrían la gratificación de proclamar su visión de España sin tapujos y lanzarse a la reconquista electoral de la Península desde su Covadonga política, y los más espabilados siempre podrían ocupar parcelas de poder en parlamentos, autonomías o ayuntamientos, como hacen los partidarios de Le Pen en Francia o los de Haider en Austria.

¿Qué ganaría la democracia con un partido de extrema derecha estructurado y ambicioso? Una clarificación saludable del tablero político, la plena normalización democrática y nuevas oportunidades para el progreso social. La derecha moderada ocuparía mucho más espacio de centro a costa del PSOE y de los partidos nacionalistas de las autonomías, todos los cuales deberían desplazarse hacia la izquierda, cosa que vendría de perlas a la escuálida política social. Llegaría el tiempo de coaliciones nuevas: los socialistas con Izquierda Unida y sus socios regionales para formar gobiernos de izquierda plural, y la derecha moderada con los partidos nacionalistas y regionalistas, integrándoles, por fin, en el gobierno de España, estabilizando así el desarrollo federalista del Estado de las autonomías.

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Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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