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Columna
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El cielo de otro

El oficio de escritor y columnista consiste a veces en atrapar al vuelo esos sucesos enmarcados en la tradición oral que, por su incomparable belleza, merecen quedar escritos, o ser difundidos lo más posible, con permiso tácito de su narradora, cuyo nombre de pila -cuestión de respeto- e historia refiero, para solaz de la concurrencia lectora, quizás un poco aburrida de tanta actualidad reiterada. La anécdota que me dispongo a relatar es auténtica, y me fue referida a mí por una buena amiga de una joven llamada María, a la que aconteció lo siguiente.

Estando María en la estación de autobuses de Valencia, se encontró en la desagradable situación de disponer tan sólo del dinero justo para comprar su billete de vuelta a Bilbao, sin una sola moneda de sobra en el bolsillo: para ser más exactos, sin cinco miserables pero valiosísimos -paradoja al canto de una moneda- duros de los antiguos, que necesitaba apremiantemente para realizar una llamada urgente a la ciudad del norte, la mía y la suya. Ni corta ni perezosa, la joven se puso a pedir las dichosas pesetas a los viajeros que esperaban su turno en los andenes, mendicidad que también practicaba en ése preciso instante otro joven de aspecto desaliñado, y seguramente mucho más ducho en este tipo de menesteres que la heroína de esta historia, dicho sea sin incurrir obligatoriamente en un malicioso juego de palabras.

Lo único que obtuvo María de los que esperaban el autobús fueron miradas de desprecio, rictus ofendidos, o simplemente indiferencia y mutismo, porque la indiferencia y el mutismo -y menos aún la ofensa o el desprecio- no se han de relativizar en esta historia, por el bien de la absoluta lección de humanidad que entraña. Tras muchos intentos infructuosos de conseguir los cinco duros, María, desesperada, estaba a punto de claudicar, pero la desaseada réplica que pedía monedas en la misma estación se acercó a ella y le preguntó si tenía algún problema.

Cuando le contó lo que le pasaba, el muchacho sacó de su bolsillo cinco duros que puso en su mano como si tal cosa, y, por si ello no fuera suficiente, la invitó a un café, durante el cual -o más bien a lo largo de su disfrute, sorbo a sorbo, como si de un vino centenario se tratase- ambos rozaron con palabras un poco la vida del otro. Existencias dispares, descabellada unión de destinos de la que juntos bebieron antes de proseguir cada uno su camino, conservando, no obstante, un fluido caliente corriendo por sus venas.

Perdóneme María si no he logrado narrar la historia con acierto, que no ha sido mi intención arrebatársela con mal estilo a su vida, pero es que a veces los humanos, los escritores, somos así: sólo conseguimos atrapar al vuelo una insignificante parte de aire o de aliento, una pequeña porción del cielo de otro.

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