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Un desafío a nuestra democracia constitucional

Una cita que Pasqual Maragall hace de mí en un artículo suyo, publicado por este periódico la semana pasada, me ha llevado a releer el que yo escribí con el título "Al día siguiente" (EL PAÍS, 13 de marzo de 2000). En ese artículo, después de citar algunos de los problemas con los que tenía que enfrentarse la España democrática del siglo XXI, decía que, a mi juicio, "el problema político número uno es el de las reivindicaciones nacionalistas de los catalanes; la fuerza creciente del nacionalismo gallego; el problema del dramático independentismo que ahora enarbola el Partido Nacionalista Vasco". A este último debí añadir, no lo hice, "y sus aliados".

Pensaba entonces, y sigo pensando hoy, que el Título VIII de la Constitución no preveía la coordinación de la actuación política y administrativa de las Comunidades Autónomas; también pensaba que faltaban despachos fluidos y permanentes entre el presidente del Gobierno y los presidentes de las Comunidades; y que, sobre todo, faltaba la reforma constitucional precisa para convertir el Senado en una auténtica Cámara territorial legislativa "en la que las Comunidades Autónomas puedan dialogar, discutir y adoptar decisiones en aquellos asuntos y materias que les afecten como tales Comunidades Autónomas". Preconizaba entonces el diálogo y la búsqueda del consenso más amplio posible para paliar, y en algunos casos solucionar, los problemas planteados por los nacionalismos. Todos sabemos lo que pasó durante los cuatro años siguientes. En el caso del País Vasco, las posiciones se hicieron cada vez más enfrentadas e irreconciliables, y en Cataluña se multiplicó el crecimiento del catalanismo independentista de ERC, por el debilitamiento de CiU y la postura intransigente del Gobierno de Aznar.

Casi cinco años después los problemas son en esencia los mismos, aunque, en algún aspecto cualitativo, han empeorado en sus planteamientos. En cambio, Zapatero ha iniciado, con éxito innegable, un contacto fluido y permanente con los presidentes de las Comunidades Autónomas, y está dispuesto a enviar en estos días al Consejo de Estado el proyecto, anunciado en su programa electoral, de reforma de nuestra Constitución que incluye la denominación de las comunidades autónomas y la reforma del Senado, además de las relativas a la sucesión en la Corona y a la Constitución europea.

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Tales reformas dependen, como es sabido, del acuerdo con el Partido Popular sin el cual no se puede alcanzar la mayoría prevista en la norma constitucional; y, aunque el Partido Popular llevaba en su programa la reforma del Senado, está por ver si en su dirección prevalecerá el cumplirlo o en seguir con la táctica de intentar desgastar al Partido Socialista oponiéndose a esta iniciativa.

No creo que las reformas anunciadas que afectan a las Comunidades Autónomas, a mi juicio tan acertadas como necesarias, vayan a cambiar de inmediato las posturas de los nacionalismos soberanistas o independentistas. En el caso vasco, Ibarretxe y el sector, que parece mayoritario, del PNV que le apoya están demasiado comprometidos con su Plan para no seguir adelante con su reto y con la consulta o referéndum previsto, si, como parece, vuelve a ganar las próximas elecciones autonómicas. En cuanto a Cataluña, cuando se supere la crisis abierta por el caso Carmel y sus derivaciones, no es imposible que el proyecto de reforma del Estatuto actual plantee problemas de no fácil solución a las Cortes españolas que han de aprobarla.

Pero, en uno y otro caso, no cabe duda que algo muy importante ha cambiado desde marzo de 2004. Y ese algo es la decisión firme de Zapatero de discutir estos problemas, que los nacionalismos históricos plantean a través de las instituciones -que institucionalizan el diálogo democrático-, así como su voluntad y la de su Gobierno de seguir adaptando, con las reformas necesarias, la España plural y descentralizada, como dije en aquel artículo, "a las fuerzas y realidades que se pusieron en marcha con la Constitución de 1978 y la aprobación de los Estatutos". Discusión y adaptación que tienen el límite preciso, pero no rígido, de la Constitución, dado que su artículo 150,2 convierte en esta materia el texto constitucional en un texto parcialmente abierto. En cambio, no es cuestionable el límite de dos principios que han de informar cualquier reforma: el principio de la soberanía indivisible del pueblo español y el de la solidaridad entre las "nacionalidades y regiones que la integran" (artículo 2 de CE).

¿Prevalecerá el diálogo y el compromiso político sobre la parte más intransigente y utópica de las demandas independentistas o soberanistas? En mi opinión, es casi seguro en el caso de la reforma del Estatuto catalán. ¿Habrá que llegar antes, en el caso vasco, a pruebas de fuerza? Esperemos que se logre, por difícil que parezca, para bien de todos, el consenso que se alcanzó en 1978 y en 1979. Creo que el actual Gobierno pondrá todo su empeño en conseguirlo. Si se logra podremos convivir juntos, en paz y en libertad, "los que no se sienten españoles y los que el serlo constituye la clave de nuestra identidad". Y además vivir juntos, dentro de la Europa democrática que estamos construyendo, como ciudadanos europeos.

Alberto Oliart ha sido ministro en Gobiernos de la UCD.

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