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Columna
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Los de Tomelloso

En un gesto muy poco olímpico, el alcalde Gallardón ha decidido suprimir este año el concurso de carrozas y comparsas de los carnavales de la Villa porque siempre ganaban los de Tomelloso, algo así como si en Francia decidieran suspender el Tour porque siempre lo gana un extranjero, o en Inglaterra el Torneo de Wimbledon porque nunca lo gana un inglés. Da rabia, pero no hay que rajarse, porque no se trata de ganar sino de participar en las ganancias como diría Samaranch. Y de ganancias, más bien de ahorros, parece ir el tema; habrá pensado el pragmático edil que hay mejores obras en las que invertir el presupuesto, iniciativas más rentables que financiar carrozas, comparsas y chirigotas políticamente incorrectas, de moral dudosa, y discutible estética, que hacen ruidosa y ostentosa burla de los poderes públicos, desagradecida turba que muerde la mano que les da subvención y premia sus diatribas y sus mascaradas.

No carece de lógica nuestro ilustrado déspota al renegar de los carnavales, fiestas de la transgresión y la anarquía, días de perdición en que los madrileños, récord de pecadores en el guinnes de Rouco, pecan con mayor contumacia y con el patrocinio de las autoridades municipales. Mal año se presenta para los partidarios de Doña Cuaresma, la jerarquía católica, del Sumo Pontífice al último monaguillo, vienen dando en los últimos meses un espectáculo, testimonio, que sin duda provocará la irreverente réplica de las turbas carnavalescas. Que pequen y que critiquen, pero que se lo paguen ellos, sugiere el alcalde; todo un sofisma porque los ciudadanos ya pagamos y los presupuestos que el Ayuntamiento maneja y gestiona salen de nuestros desfondados bolsillos.

Los carnavales de Madrid resucitaron de la mano de otro alcalde ilustrado, populista y algo déspota, Enrique Tierno Galván, movilizador de la movida y munífico mentor de pan y circo, conciertos multitudinarios bajo las devastadas frondas del parque del Oeste, fiestas y romerías de la naciente y presunta posmodernidad. La "socialización" de los carnavales madrileños hiere la exquisita sensibilidad de Alberto como todo lo que huele a pretéritas etapas, cuando gobernaban los socialistas y el vulgo madrileño, en connivencia con las comparsas de Tomelloso, desataba sus chuflas y parodias y no dejaba títere con cabeza, y además había que pagarles los gastos y los premios. El alcalde preferiría sin duda un imposible carnaval a la veneciana, con grúas y sin góndolas y con los grandes canales urbanos como la Gran Vía, impracticables para carrozas de cualquier género.

Los detractores locales de Don Carnal argumentan, sin razón alguna que les avale, que los carnavales madrileños son una invención, una fiesta postiza y sin tradición alguna que el Viejo Profesor tomó alquilada para hacer demagogia y prosélitos. Craso error que se corrige fácilmente leyendo las numerosas crónicas y referencias antiguas, medievales, modernas y contemporáneas. Para no remontarnos a remotas edades, podríamos recomendar las obras de Mesonero Romanos y de Gutiérrez Solana, o el testimonio de todo un especialista en el género, el caballero veneciano Casanova que en sus amenas memorias recoge sus experiencias erótico-festivas en los carnavales de la Villa y se deshace en elogios sobre sus ritos y sus danzas, en particular sobre el fandango al que considera el más lúbrico de los bailes que ha visto hasta la fecha en su dilatada carrera de libertino profesional y jugador de fortuna.

El carnaval decimonónico que describe Mesonero, es el carnaval burgués de los bailes de sociedad y de las mascaradas de salón, el carnaval de los ricos disfrazados de pícaros para pecar a sus anchas, entre velos y antifaces que oculten su lascivia. Las fiestas del siglo XX, antes de Franco, que describe el pintor y escritor José Gutiérrez Solana, son los derrotados carnavales de Tetuán de las Victorias, sus patéticas murgas de músicos mutilados y sus groseros travestidos; carnavales de cartón y purpurina, pelucas de estropajo y vestidos de harapos, bigotes de corcho quemado y cacerolas por cascos, carnavales excesivos, terribles y desmesurados como su cronista.

El ilustrado Alberto para remediar las consecuencias de su olímpico desprecio, debería pagar, preferentemente de su bolsillo, un tributo anual a los de Tomelloso por estas fechas, en reconocimiento de su humillante derrota carnavalesca. Nobleza obliga.

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