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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Superar la larga noche

En la cubierta de este excelente libro de recuerdos del prolífico escritor judío Aharon Appelfeld (Czernowitz, Rumania, 1932) aparece la fotografía de un niño regordete de carita feliz que luce un moderno polo a rayas, unos pantaloncitos cortos y unos pulcros botines por los que asoma el borde de sus calcetines blancos. En su mano izquierda sostiene con muy escasa convicción una especie de fusta con la que hace ademán de arrear al caballito de madera del que con la otra mano sujeta las riendas. Los grandes ojos del niño son tan luminosos, parecen tan plenos de infantil orgullo (quizá mamá está justo al lado del fotógrafo) que el espectador piensa que el dueño de semejante mirada tiene que ser una criatura vivaracha y llena de imaginación. La foto se tomó en 1937; el pequeño Appelfeld tenía cinco años. Era el único hijo de sus jóvenes padres, cultos y ricos judíos asimilados de la Bucovina, que lo adoraban y habían decidido educarlo en el más estricto laicismo humanista.

HISTORIA DE UNA VIDA

AHARON APPELFELD

TRADUCCIÓN DE ROSA MÉNDEZ

REVISIÓN DE ELENA APPELFELD Y CARLES MERCADAL

PENÍNSULA. BARCELONA, 2005

187 PÁGINAS. 16 EUROS

Más información
"Escribo sobre los cien años de la soledad judía"

El niño hablaba el alemán materno, pero también conocía varias lenguas más: el ucraniano, algo de ruteno, un poco de rumano y, por parte de los abuelos, escuchaba un extraño lenguaje que todavía no comprendía: el yídish. Ésta era la lengua con que el abuelo materno, un rabino de aldea, oraba en la sinagoga: el idioma para hablar con Dios. El pequeño pensó que él nunca podría pedirle nada a Dios puesto que desconocía su lenguaje. Su padre ya le había advertido: "Para nosotros no hay nada más que lo que ven nuestros ojos". Pero lo que veía era hermoso. Los abuelos vivían en un pueblo de los Cárpatos y Appelfeld pasó allí sus mejores momentos: mientras su madre leía a su lado, él contemplaba el callado curso de las estaciones o el caer de la nieve durante horas: aprendía el hermoso juego de la memoria y de la imaginación. También en la hacienda del tío Félix, un terrateniente coleccionista de obras de arte (poseía un Modigliani y varios lienzos de Matisse), el niño podía soñar y escuchar música durante las largas veladas de invierno: los Appelfeld vivían en un verdadero paraíso de cultura y placidez.

Precisamente el año en que

fotografiaron al niño feliz comenzaron a cambiar drásticamente las circunstancias para cientos de miles de ciudadanos europeos: "El Gobierno (rumano) se volvió antisemita". Luego estalló la II Guerra Mundial y el destino encarnado en forma de asesinos nazis destrozó definitivamente lo que quedaba del paraíso infantil. Tras la pérdida del hogar y un fugaz confinamiento de la familia en el gueto de Czernowitz, llegó lo peor: el asesinato de la madre -"no vi cómo la mataban pero oí su último grito"-. Después, el niño y su padre tuvieron que soportar durante dos meses largas marchas punitivas por lodazales hasta un campo de concentración. Con diez años de edad, Appelfeld huyó del infierno: se libró de la suerte que aguardó a otros muchos niños judíos, arrojados vivos como alimento a los perros lobos de los guardias al escaparse milagrosamente del campo. Pero entonces, durante tres años más, tuvo que vivir como un pequeño salvaje, escondiéndose "de madriguera en madriguera", siempre en el bosque, conviviendo literalmente con los animales, y huyendo de los campesinos que lo delatarían sin piedad a las autoridades asesinas.

"Seis años seguidos duró la II Guerra Mundial. A veces me parece que fue sólo una larga noche, de la que me desperté siendo otro". Appelfeld tenía 13 años cuando terminó la guerra; ya no poseía nada, era un huérfano, un deportado, había vivido amedrentado y desconfiaba de los seres humanos. Campos de refugiados en Italia y, luego, a Israel: la patria de los expatriados de Europa. Apenas balbuceaba unas cuantas palabras -polaco, ucraniano, alemán-, pues los años de soledad en los bosques le habían privado prácticamente del habla y se había acostumbrado al silencio. Llegaba a una nación joven que pugnaba por crecer en medio del desierto: los colonos y los militares que levantaban un país nuevo ("un pueblo odiado en Europa y también odiado por los árabes") preferían olvidar de dónde provenían; en el Israel de aquellas fechas el Holocausto era un tema tabú: había que pensar en el futuro si se quería sobrevivir. Además, Appelfeld debía aprender hebreo, una lengua dura, de soldados, hacia la que no sentía arraigo ninguno. Pero él no adaptó estas consignas e hizo lo contrario: recordar para comprender sus raíces, mantener vivo el pasado a fin de reconstruir su identidad perdida.

]]>Historia de una vida]]> no narra

con detalle las peripecias acaecidas, no es tampoco un típico libro sobre el Holocausto: Appelfeld revisa con encomiable pudor retazos de su pasado y, mediante una técnica de recuerdo impresionista, reflexiona con lucidez sobre su voluntad de superar las secuelas que le dejaron aquellos años de larga noche. Rememora el afán por volver a encontrarse a sí mismo en medio de un país extraño; describe su lucha por ganar el nuevo idioma como vehículo de expresión, la pugna por despabilar su alma leyendo, aprendiendo, escribiendo. Nunca se presenta como víctima (por lo general, los judíos odian el victimismo); y si en sus recuerdos se nota el peso de un gran dolor, es el de quien lo sobrelleva con austeridad, pues ha asumido los hechos y los encara. No hay lugar para la ironía en este libro: el niño risueño sufrió demasiado y su mirada inocente adquirió una profunda seriedad; desde ella abrazó de nuevo la vida y luchó por dotarla de sentido a despecho de la muerte. Hoy Appelfeld escribe en hebreo. Es uno de estos autores que ahondan constantemente en su experiencia desde diversas perspectivas. Mediante su escritura recompuso su identidad robada. Unas treinta y cinco obras, entre ensayos y novelas, demuestran la capacidad de este hombre para sobreponerse al horror.

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