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Crítica:LOS NUEVOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ninguna vuelta de tuerca

Desenvoltura verbal y convención narrativa: he aquí dos rasgos en común de las novelas que hoy ocupan esta sección, y que también han sido marca de otras obras comentadas aquí. Desenvoltura verbal como ejercicio de facundia y despreocupación, que permite escribir concediéndose la sentencia de que cada página escrita es una página válida, aunque la suma de todas ellas se complazca en los recursos más pobres del idioma. Descomponer la convención narrativa, hoy en su nivel más plano, nos llevaría mucho espacio. En todo caso, a la vista del empeño de los nuevos narradores, que siembran el campo literario con productos de prêt-à-porter, si tuviéramos que apreciar el arte de la novela por las primeras obras publicadas este año, tal vez habría que renunciar a lo que llamamos razón narrativa -para entendernos, la autoridad intrínseca de una obra para exceder su representación, imponiéndose más allá de sus destrezas formales-. Al prescindir de esa autoridad, nos quedaría sólo manufactura, una mecánica de repetición y falta de estímulo que obliga a realizar una crítica sañuda, una insistente y ya pesada reprobación.

Lo cierto es que, recordando aquella definición de Eliot, que consideraba que la crítica es una "actividad instintiva de la mente civilizada", incluso con la mejor disposición no es fácil acertar a decir qué aportan o de qué modo estas novelas se involucran en la mente, o en la imaginación del lector, para ampliar sus símbolos y sus metáforas. Se podría decir, con cierta contundencia seguramente injusta, que su lectura no ha suscitado, en este lector, la más leve incitación, lo que supone admitir, de entrada, la sospecha de las observaciones de dicho lector. ¿De qué manera referirse a unas obras de las que, pese a su lectura, no se tiene de ellas ninguna clara experiencia, excepto una travesía sorda por sus páginas?

El país de las mariposas, de Nerea Riesco (Bilbao, 1974), recrea con aplicada documentación básica la época de la conquista de la Nueva España, años después de la incursión de Cortés por esas tierras. Su tema no está muy claro, aunque sí su protagonista, Mariana Enríquez, hija del Almirante de Castilla, a quien su rango social y los dones del cielo procuran una educación, inteligencia y sensibilidad nada común en su tiempo. Para ensombrecer la vida de esta dama, ya desde su nacimiento será objeto de odio de su hermano Rodrigo -un ser maligno, dentro y fuera de la familia-, y conocerá muy de cerca el horror de la Inquisición. Narrada con una morosidad que se aviene, con enorme profusión, a endosar aspectos históricos que, de tan conocidos, resultan bochornosos, lo peor, sin embargo, es que sus personajes -no sólo Mariana Enríquez, sino incluso fray Diego de Landa, éste en versión fanática-, tienen sobre la conquista la mentalidad de un ciudadano del siglo XX, aún empapado de los fastos de la conmemoración del V Centenario. Pero aún más dudoso es el tono general, muy encomiástico respecto a Mariana, de quien es imposible encontrar una tacha, fuera de algún enojo pasajero, de lo que cabe deducir que el propósito de la autora -y acaso el tema de la novela- ha sido alumbrar, y de paso reivindicar, la intervención de la mujer española en el rico acontecer del siglo XVI.

Porque sí, de Sergi Puertas (Barcelona, 1971), es una novela carcelaria que hace de la anomalía psicológica una opción natural y de la sinrazón una causa que no admite repudio social. Aquí no hay más mundo que el que procura el crimen, el desquiciamiento y la humillación. Contada, o más bien respirada -con una prosa abrupta, que gira sobre sí misma como una melopea-, asistimos a las furiosas y maniáticas reflexiones -sobre la vida en la cárcel, la ausencia de culpa, las vejaciones asumidas- de Walter Pacifico, un empleado de Fumigación de Parques y Jardines, que un día llenó la fumigadora de ácido y sembró la muerte por las calles, disparando además contra los supervivientes. Descripción de un trastorno que se resiste a la cura, la novela es depositaria del fracaso de toda tentativa de regeneración. Habría que recurrir, forzando la semejanza, a Genet para encontrar un precedente igual de abyecto, aunque lo que en la obra de Genet es afirmación convulsa del mal, aquí es adocenamiento, confusión y pasividad. Pero tienen en común infligir al lector una tortuosa experiencia que anula cualquier asidero moral. Nadie que lea estas páginas se sentirá libre de indignidad. Pero, por iguales motivos, también es probable que repudie de la novela tanto afán por demostrar que la causa secreta que nos mantiene vivos es cualquier variante de la ignominia.

En El caos y los amores infinitos, José Ramón Pérez Pérez (Ourense, 1966) articula lo que sin duda son dos novelas, una sobre el éxito y la desolación amorosa de un ejecutivo, y una enrevesada historia de espías australianos, unidas por enfáticas aseveraciones acerca de la existencia de la casualidad y la Teoría del Caos, que afecta "a cualquier sistema que dependa de más de dos variables". El aspecto más interesante recae, justamente, en la exposición de estas premisas. La novela es un ejercicio de postergaciones que produce la ilusión de que los efectos influyen en las causas mediante el método de rememorar, hasta lo improbable, los antecedentes fortuitos que llevan a conocer a una persona, que será decisiva tanto para el amor como para la desgracia. Con un recorrido geográfico muy cosmopolita, de Kuala Lumpur a Francfort, de San Francisco a Zaragoza, resulta no obstante abiertamente desorientada, o deliberadamente caótica, pese al intento, en cada capítulo, de confirmar una secreta armonía que, se supone, está en el trasfondo de las experiencias íntimas y de ciertos sucesos políticos, pero cuya vinculación remota está fuera de sus páginas, no dentro de ellas. El problema reside, sin duda, en que Pérez Pérez ha metido demasiadas cosas, apelando al aserto de que "la vida es un sistema caótico", pero son muchas más las que se ha olvidado de poner.

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