Columna

El pavo

Veo al secretario de Estado norteamericano, Donald Rumsfeld, ayudando a servir la comida de Nochebuena a las tropas de EE UU en Bagdad. La foto muestra al secretario de pie tras la mesa del buffet, con un delantal anudado al cuello, un sombrero tejano en la cocorota y una expresión de navideño júbilo, tendiendo un plato de comida a alguien. La escena me recuerda aquella otra del año pasado, también en Bagdad, con Bush llevando una ostentosa fuente con un pavo que luego resultó ser de puro plástico.

Aunque los yanquis son criados en la tradición aceitosamente democrática de las ba...

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Veo al secretario de Estado norteamericano, Donald Rumsfeld, ayudando a servir la comida de Nochebuena a las tropas de EE UU en Bagdad. La foto muestra al secretario de pie tras la mesa del buffet, con un delantal anudado al cuello, un sombrero tejano en la cocorota y una expresión de navideño júbilo, tendiendo un plato de comida a alguien. La escena me recuerda aquella otra del año pasado, también en Bagdad, con Bush llevando una ostentosa fuente con un pavo que luego resultó ser de puro plástico.

Aunque los yanquis son criados en la tradición aceitosamente democrática de las barbacoas, con la que los varones aprenden a cocinar y servir, yo dudo muchísimo de que el señor Rumsfeld se haya puesto alguna otra vez en su vida un delantal o que haya ayudado jamás a repartir la comida, ni en su propia casa ni en casa de su abuelita preferida. Estas fotos, ya se sabe, son una simple mentira, campañas publicitarias ideadas por los asesores de imagen, que deciden el viaje a Bagdad y se llevan un fotógrafo e incluso un pavo de plástico por si no encuentran uno de verdad. También nuestro Bono ha ido a hacerse la consabida foto con las tropas. Por lo menos no se ha retratado cortándoles el turrón en cuadraditos. He aquí en lo que hemos convertido la Navidad: en la apoteosis de la demagogia, de la simulación y el sucedáneo.

Recuerdo las Nochebuenas de mi primera infancia..., esas noches escarchadas y cristalinas, esos cielos negrísimos atiborrados de estrellas y surcados por los primeros sputniks, resplandecientes cometas artificiales que podían ser seguidos a simple vista. La pureza sustancial de la niñez daba a aquellas Nochebuenas un embeleso y una autenticidad inolvidables. Pero luego uno crece, y aprende a mentir a los demás y a engañarse a sí mismo. Y no sólo sumamos años individualmente: tengo la sensación de que también la sociedad ha envejecido y de que hoy el ruido, la farfolla y el fingimiento navideños son más desmedidos que nunca. O sea, que llevamos a nuestras comidas familiares unas sonrisas tan falsas como el delantal de Rumsfeld o el pavo de Bush. Aun así, conviene seguir mirando el cielo de cuando en cuando. Por si vuelve a cruzarlo la chispa del sputnik, su desnudez y su magia.

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