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Columna
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Dulce hogar

No hace mucho, tropecé casualmente con un viejo amigo; el hombre parecía Gene Kelly a punto de bailar en plena Rambla de Catalunya. "¡Felicítame!", dijo con una sonrisa de oreja a oreja y como si cantara, "¡Dos de mis hijos se van de casa!". Le di, educadamente, la enhorabuena y bromeé: "¡Bien por los hijos!". La verdad es que mi amigo siempre ha sido un poco paliza, pero esta vez lo encontré cambiado, divertido, ligero y feliz. "Tienen pareja y trabajo estable al fin; han encontrado piso", me explicó entusiasmado y gesticulando como si sus hijos acabaran de ganar la Copa Davis. Y llegó la pregunta obvia: "¿Qué edad tienen ahora?". "La chica 39 años y el chico 40", respondió como si fuera lo más normal del mundo. Y debe serlo: no es el primer caso que conozco de emancipación a los 40. ¡Qué largas son hoy la infancia y la adolescencia!

¿Sólo los niños mimados retrasan la hora de la verdad, ésa en la que no hay más remedio que Peter Pan se convierta en adulto? No lo parece: ¿quién desea crecer -envejecer es palabra maldita- en nuestra comunidad de vecinos? A los niños no se les exigen responsabilidades. Ésta es la gracia, el anhelo de los que quieren ser siempre jóvenes: el "divino tesoro" de la irresponsabilidad. No hay nada más moderno y habitual: ¿quién se responsabiliza de las guerras, los Prestige, el hambre o la degradación del paisaje? Si se trata de infantilismo e irresponsabilidad estamos rodeados: que nadie señale a los jóvenes en exclusiva y mucho menos a sus padres. Papá y mamá, mis queridos amigos, se merecen un monumento: son la última trinchera del Estado de bienestar.

El caso es que en España -según datos del Instituto Nacional de Estadística del último censo- hay hoy 2,5 millones de jóvenes de entre 25 y 34 años -el 37,7% de los jóvenes de esa edad- que siguen viviendo con sus padres. De ellos, 1,8 millones trabajan. Parecen demasiados irresponsables para achacarles a ellos -y de paso a sus padres, que no se la enseñaron- la responsabilidad de no querer emanciparse y ser adultos. Todo lo contrario: esos millones de jóvenes lo que muestran es que el dulce hogar, con todos sus inconvenientes, problemas de convivencia y concesiones mutuas, es el último clavo ardiente al que agarrarse antes de lanzarse a la vorágine.

Papá y mamá pueden, tal vez en un exceso de ingenuidad o de compasión, haber convertido el hogar en un estupendo hotel -comida, ropa lavada, cama- con servicios asistenciales incluidos -ayuda variopinta, ánimos, televisión como matapenas- a precio reventado o inexistente. No creo que eso baste para que tanto joven con ganas de vivir se agarre a las faldas paterno-maternas. Llega un momento en la vida en que incluso los niños más mimados -¿quién duda de que los que hoy tienen entre 25 y 34 años lo han sido en muy buena medida?- quieren y necesitan volar por sí mismos. Si no lo hacen es por otras razones.

Papá y mamá, con paciencia y buena fe, palian -soportan- lo que esos chicos y chicas no encuentran fuera de casa: simplemente condiciones mínimas de vida como trabajo, vivienda, estabilidad por cuenta propia. ¿Por qué, por ejemplo, permanecen en casa 1,8 millones de esos jóvenes que, según las estadísticas, tienen trabajo? ¿Qué clase de trabajos ejercen esos muchachos: temporales, a horas, suplencias, chapuzas de ir tirando? Papá y mamá, éste es el caso, son una póliza de seguro o una Seguridad Social de estar por casa: sin ellos no hay despegue para la mayoría de jóvenes. No es raro, pues, que las chicas no tengan su primer hijo hasta bien entrados los 30 años: es el caso del ¡48%! de las españolas madres primerizas, según un estudio reciente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Son cambios muy profundos, decisivos, en el ritmo de la vida. ¿Sus consecuencias? No hace falta mucha imaginación: están a la vista.

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