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Reportaje:PASEOS

El reducto nazarí

La huella morisca está viva en la Alpujarra granadina. Pueblos encerrados entre cimas y barrancos que saben de rebeliones

En estos días, el valle Poqueira es como un racimo de oro. Subir desde Órgiva, una vez dejado el balneario de Lanjarón, hasta Bubión o Capileira es atravesar pequeños bosques de castaños, robles y nogales encendidos por un otoño alargado. La Alpujarra granadina se adormece a la espalda del Veleta y del Mulhacén, con pueblos blancos que, a veces, parecen ser ventisqueros de nieve que se desparraman por los montes. Pero es una ilusión. La nieve, este año, se está haciendo rogar y cuando se dejan los caminos por los que posiblemente subiera el hispanista Gerald Brenan para buscar amor y soledad hasta el pueblo de Yegen, las pisadas del viajero levantan el chisporretear de las hojas secas y quemadas por el sol.

La Alpujarra granadina y, en menor grado, la almeriense, no pueden soportar más presión turística; que no es posible que se sequen los acequias y los riachuelos o que se abran en canal los montes para arrancar la piedra, como heridas blancas puestas al sol. Llevo años subiendo a la Alpujarra y cada vez más se me sobrecoge el espíritu porque el desarrollo sostenible es una cantinela que suena bien, pero nada más. Las señas de identidad pueden perderse y sólo puede quedar el recuerdo de una arquitectura popular que no superan los edificios inteligentes de hoy en día. Aún así y si se va con el espíritu de aquellos viajeros que tenían como arma la mirada, la palabra y el lento caminar, bien merece perderse unos días por vericuetos que se encaraman hasta los puntos más altos de la península. Hay destellos vivos de una naturaleza apenas hollada por los turistas y hasta se mantienen algunos tejares y talleres donde se cultivan viejas tradiciones andaluzas, pero, lamentablemente, los tenderetes con productos marroquíes y tiendas que huelen a cuero de camello y cabra se apoderan del comercio.

Por el camino, pequeños huertos de naranjos y granados con los granos abiertos como una herida roja y golosa, labrados en bancales arrancados a los suaves montes. No se escucha, por el momento, el rumor del agua porque es un año seco y las primeras lluvias sirvieron sólo para humedecer la superficie; por eso, los pequeños arroyos y ligeras cascadas que antes llevaban agua aparecen ahora como llagas marrones en una tierra donde la huella de la historia es como una profunda muesca en los pueblos que vamos dejando a uno y otro lado de la estrecha carretera que nos llevará hasta donde los moriscos sentaron sus reales, abancalaron los montes, trazaron acequias y arroyos.

Y subiendo se llega primero a Pampaneira, con sus terraos y geranios rojos en las paredes; con los tinaos que sujetan casas, mientras cuelgan ristras de pimientos rojos puestos a secar. Un mundo de silencio cuando cae la tarde y se mecen con dificultad los penachos de humo que salen por las chimeneas que son como tachuelas en relieve levantadas sobre los terraos. Pueblo morisco, como todos ellos, con rincones y pequeñas plazuelas donde hay requiebros de amor en las parejas que se asoman al valle.

Y de Pampaneira a Bubión, con parada y fonda en la Villa Turística, emblema del turismo del interior, donde el viajero encuentra paz y sosiego, teniendo a sus pies los tejados planos de este pequeño pueblo que se desparrama por sus calles que sabe de historias y rebeliones. Como sucede con Capileira donde hay que hacer varias estaciones antes de retomar aliento en la calle Mentidero, balcón asomado al barranco que ha labrado el río Poqueira. Desde este pueblo salen las excursiones para subir hasta el Mulhacén y se encuentra el museo de artes y costumbres populares Pedro Antonio Alarcón.

En Trevélez hay momentos en los que cuesta respirar de tan puro es el aire. Y si uno es fumador, el viento es como una puñalada fría porque te corta hasta la respiración. No extrañe al viajero este hecho, sino que debe animarle a subir y bajar sus empinadas cuestas, siempre con unos "buenos días" colgados de los labios porque en este pueblo, a 1.694 metros de altura, sus habitantes tienen a bien desearte lo mejor. Y de lo mejor, el jamón. Los ilusos, y entre ellos me encuentro, llevaban años buscando las cochineras para buscar los marranos (cerdos) que tan buena y justa fama han dado los perniles con Denominación de Origen que salen de aquí. Tardé tres años en darme de bruces con una pequeña piara de cerdos blancos que remoloneaban subiendo una cuesta a las afueras del pueblo, cerca del río. Pero me dijeron que no es verdad lo que parece, que los jamones que salen de sus secaderos vienen de otros puntos de España e incluso del extranjero y que aquí, el aire, la altura, el mimo, la técnica y la sabiduría de los especialistas le dan el toque final.

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Placeres para el cuerpo y la vista. Algo distinto a lo que buscaron los budistas tibetanos en Soportújar en su templo O. Sel Ling, o dicho en cristiano, Lugar de la Luz Clara, donde el silencio solo es roto por el tintineo que el aire provoca en unas láminas de metal. O quienes, subiendo a Trevélez, se detienen en la Fuente Agria de Pórtugos para darse un trago de agua de hierro, de sabor amargo y fuerte. Aviso a desprevenidos: hay cinco caños, los de la derecha dan agua más dura, amarga y ferrugosa; los de la izquierda, más suave. Signos de los nuevos tiempos. En cualquier caso parece como si en la boca se tuviera un tornillo mojoso pero un buche de esta agua suple con creces no sé cuántos potajes de lentejas.

A la derecha de la carretera, Busquístar, el pueblo morisco mejor conservado, no en vano sus calles se confunden con los terraos (techos planos como en Marruecos), especialmente preparado para las torrenteras de agua y las chimeneas dándole una personalidad muy definida. Hay chimeneas que parecen la bacina que utilizaba Don Quijote para defenderse del sol y hay otras que más bien se asemejan al capelo de un cardenal; en fin, un pequeño pueblo, donde como en todos, hay alojamientos rurales que hacen las delicias de los capitalinos y a buen precio.

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