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Columna
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Héroes

Alquilo películas en el videoclub Hollywood, buen nombre, y conozco videoclubs que se llaman Rambo o Rocky o Indiana: el cine son historias de dioses en transformación, la continuación de las metamorfosis de Ovidio. Los videoclubs han heredado el gusto de los cines antiguos por los nombres legendarios, Capitol, Odeón, Rialto o Astoria, que fueron locales de grandiosidad ingenua, donde el espectador se transformaba en otro, fundido con el héroe de la pantalla. Uno entraba al cine y caía en las imágenes gigantes como en un pozo de sueños. Lux Edén, luz del paraíso, se llamó el primer gran cine de Granada, según ha contado Juan Bustos, y el Edén era un solar con sillas y tablas para sentarse. Allí se alzó luego, en 1919, el Banco Hispano Americano.

Desaparecieron los palacios del cine, y ahora existen en las afueras cines que son apéndices de centros comerciales, como si el centro comercial, nuevo templo del sagrado fin de semana, abarcara entre sus instalaciones una red de confesionarios de fantasías diurnas, una sección de probadores, no de trajes, sino de visiones oníricas industriales: los multicines. Yo viví la extinción de los cines clásicos en Granada, en los años sesenta y setenta. El gran símbolo fue el Coliseo Olympia, que, demolidas sus columnas corintias y sus relieves de Apolo y las musas, sucumbió aplastado por un bloque de pisos. Y después ardió el cine Regio, y el Goya fue abandonado y tapiado, y el Gran Teatro Isabel la Católica dejó de ser cine de nombre de heroína cinematográfica, la reina de la conquista de Granada, América y la unidad de España, Isabel, en la pantalla Amparo Rivelles o Sigourney Weaver, la comandante que luchó contra Alien.

Ahora se han rendido el Astoria y el Victoria, en la plaza de la Merced de Málaga, cerrados desde hace tres días, según contaba en estas páginas Cecilia Jan. Eran salas bastante nuevas, de 1966 y 1979, fecha de la refundación del Victoria, abierto en 1913 y demolido por primera vez en 1968, precisamente cuando empezaba el final de los cines-palacio y las salas iban siendo abandonadas por público y empresarios, con las butacas vencidas y vacías, un ambiente frío o asfixiante, y un sonido inaudible o ensordecedor. Y las películas que llegaban eran cada día más anodinas, repetidas, minúsculas, como una sala de estar con una familia dentro, frente al televisor, mirando un vídeo.

Los multicines de hoy son salas de prueba para las películas que luego se alquilan en los videoclubs, entre el supermercado y la tienda de moda, donde todo parece precario, y hasta el trabajo es perecedero, con contratos mensuales como los que firmaron durante años algunos empleados de los difuntos cines Astoria y Victoria. Yo diría que esta precariedad general tiene efectos morales negativos, y no pienso en los contratados perpetuamente por un mes, perpetuamente expuestos a hundirse en el servilismo y el autodesprecio. Pienso en el alma de los empresarios contratantes, que quizá desarrollen un carácter más bien imponente, cinematográfico, de Alejandro Magno, o de Agente Especial Americano en países manifiestamente inferiores.

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