Editorial:

Serenar el debate

Gran parte de la jerarquía católica española no ha asumido aún el cambio político tras las elecciones de marzo y critica duramente, utilizando a veces un lenguaje del pasado, los proyectos legislativos presentados por el nuevo Gobierno en materia social (divorcio, matrimonios homosexuales) o los que se están pergeñando (ampliación del aborto, eutanasia, enseñanza de la religión, financiación de la Iglesia). Se puede cuestionar la celeridad de las medidas, e incluso algunos elementos discutibles, pero responden al cumplimiento del programa socialista y se ajustan a las exigencias de una socieda...

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Gran parte de la jerarquía católica española no ha asumido aún el cambio político tras las elecciones de marzo y critica duramente, utilizando a veces un lenguaje del pasado, los proyectos legislativos presentados por el nuevo Gobierno en materia social (divorcio, matrimonios homosexuales) o los que se están pergeñando (ampliación del aborto, eutanasia, enseñanza de la religión, financiación de la Iglesia). Se puede cuestionar la celeridad de las medidas, e incluso algunos elementos discutibles, pero responden al cumplimiento del programa socialista y se ajustan a las exigencias de una sociedad secularizada.

Tal vez la Iglesia española necesite un aggiornamento. Es lógico que asuma mal la pérdida de influencia y que se resista a perder sus privilegios, al amparo de los acuerdos suscritos entre España y la Santa Sede en 1979, sobre los que se fundamentan las ayudas económicas costeadas por el erario público. Acuerdos, dicho sea de paso, cuya revisión en profundidad no figura entre las prioridades del actual Gobierno, según afirmó Zapatero el pasado miércoles. Algunas de esas prebendas, como la "sobrefinanciación" (la cantidad que el Estado garantiza a la Iglesia al margen de cuál sea la aportación efectiva que hacen los contribuyentes en sus declaraciones de renta) deberían desaparecer, o ser modificadas en la renegociación, prevista para 2005.

Zapatero ha pedido respeto para las decisiones del Parlamento, al tiempo que ha tendido la mano del diálogo a la Conferencia Episcopal. Abrir una guerra de religión sería un disparate. Cabe pedir al Gobierno que se mueva con prudencia, buscando el máximo consenso parlamentario en cuestiones como la financiación o la enseñanza de la religión, como le han sugerido algunos sectores de su propio partido. Pero es cierto que hasta ahora la responsabilidad ha venido sólo del lado del poder político; la otra parte parece más proclive a desencadenar la tormenta con movilizaciones ciudadanas y a presionar a los legisladores católicos para que voten en contra de esas acciones. Poco ayudan a la normalización de relaciones los pronunciamientos que en las últimas semanas se vienen escuchando, aquí y en el Vaticano, alertando sobre los peligros de una hoja de ruta socialista que responde a un "fundamentalismo laicista" y que busca la "persecución" de la religión católica. Mejor harían en reflexionar sobre el manifiesto que han presentado una treintena de conocidos teólogos cristianos que piden a la Iglesia católica que renuncie a sus privilegios y que se autofinancie como muestra de "autonomía, de madurez institucional y de libertad del poder político".

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