_
_
_
_
_
Reportaje:DE SIRACUSA A OLIMPIA

Vasos de oro con cenizas

Manuel Vicent

Sentado en un viejo sillón de mimbre, en el belvedere del Gran Hotel Villa Politi de Siracusa, bajo la copa de un sicomoro de sombra muy prieta, apoyé los pies desnudos en la barandilla de hierro que da directamente al foso de las latomías de Capuchinos, que en este lugar sirvieron también de catacumbas a los primeros cristianos y tal vez a Platón para que creara aquí el mito de la caverna. Las latomías de Siracusa son las profundas galerías, abiertas algunas a pleno sol a causa de los terremotos, que dejaron las antiguas canteras de los griegos, desde el siglo Vl antes de Cristo, de donde se extrajo toda la piedra caliza para levantar bastiones militares, teatros, templos y los dioses respectivos.

En la antigüedad, esos vasos contenían las cenizas de los sacrificios a Zeus antes y después de los Juegos
Era mediodía y bajo la bisectriz de su luz vi que por la línea del horizonte el mar traía a Siracusa vasos de oro
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí
En la isla de Ortigia estaba la fuente de Aretusa, en la que había soñado a través de la lectura de Virgilio
Más información
De Siracusa a Olimpia

Hoy los templos antiguos ya no existen y los dioses paganos también han desaparecido, pero estas grutas gigantescas han adquirido una belleza patética cuyo vacío podría ser el paradigma de la filosofía idealista. En sus paredones roídos por miles de años de salitre, que trae el mar Jónico, han arraigado pinos, higueras, magnolios, chumberas, adelfas, toda clase de arbustos y flores, que elevan desde la humedad del fondo un perfume violento potenciado más aún por el hervor de la piedra abrasada de sol hasta alcanzar una dulzura muy parecida a la que produce la carroña aderezada con orégano y otras especias orientales. Al principio pensé que debía de haber algún perro muerto allí abajo; después llegué a la conclusión de que era la historia producida por esta enorme oquedad la que se había podrido, viniendo a ser lo mismo perros muertos que dioses caídos.

El Gran Hotel Villa Politi, que ha sido parada obligatoria de ilustres viajeros desde inicios del siglo XX, se levanta sobre una de estas canteras griegas cabalgando sus diversas cicatrices calcáreas, cerca del altar de Iierón, de las ruinas del teatro griego, de la tumba de Arquímedes, del anfiteatro romano, de la Oreja del tirano Dionisio, en una colina desde donde se divisa el mar Jónico ceñido a la vieja Siracusa que ocupa toda la isla de Ortigia, hoy unida a tierra por el puente Umbertino. El hotel estaba vacío, pero sus salones desiertos albergan los espectros de Renan, de Maupassant, de André Gide, de personajes de la alta sociedad centroeuropea que en el periodo de entreguerras pasearon por este lugar una tuberculosis muy elegante, románticos exploradores del sur, todos en busca de los últimos placeres de los sentidos bajo el fuego del siroco. Algunos descendieron a Túnez y a Egipto a la caza de adolescentes árabes, otros terminaron en Grecia y allí, vestidos de dril, se creyeron divinos.

Este domingo, recién llegado, me despertó el zureo de un palomo en el balcón y un lejano carillón que sonaba en alguna iglesia de Siracusa. Cuando bajé a desayunar la chica de recepción me dijo que había llegado tarde. A la hora del almuerzo también encontré el comedor cerrado. Esta desolación me hizo creer que estaba ya fuera del tiempo y que a este hotel sólo se venía a soñar deambulando con una copa en la mano por los jardines, belvederes y las estancias deshabitadas. En ese momento, en conserjería pedía la cuenta una pareja de anglosajones. Ella tenía el cuello largo bajo la pamela color paja y lucía collares que le llegaban a la cintura, él vestía traje fláccido color manteca y parecía un profesor de lenguas muertas en año sabático, ambos de una edad parecida a la de sus gastadas maletas de fuelles. Se iban a los Juegos Olímpicos, según les oí decir. Cuando vi que se despedían de la recepcionista y bajaban por la escalinata de la entrada detrás del botones con la valija y se alejaban por la explanada, creí que eran los últimos habitantes de una época fenecida y que aquel hotel modernista, de gran estilo, que fue en el siglo XVIII la residencia de una familia de aristócratas sicilianos, con el diseño del Gatopardo, quedaba abandonado con todos sus fantasmas a mi entera disposición.

Al apoyar los pies desnudos en la barandilla del pequeño acantilado de esta cantera de los griegos observé que una hormiga, después de sortear un tobillo, ascendía por el empeine hasta llegar a lo alto del dedo gordo. Una vez coronada esta cima, la hormiga se detuvo, miró a uno y otro lado sin saber cuál era su destino. Habría bastado con que agitara levemente el pie para que ella se precipitara en el abismo. Me puse en su lugar pensando en la visión del mundo que tendría esta hormiga desde semejante altura, ya que toda mi historia personal, las pasiones y sueños de mi vida, se habían concentrado en el dedo gordo del pie para servirle de pedestal. Realmente aquella hormiga era la prolongación de todo mi ser y así de profundo era mi pensamiento cuando me di cuenta de que mis pies desnudos se perfilaban en el azul del mar Jónico que se veía al fondo, más allá de la isla de Ortigia, extendido hasta la costa occidental de la península del Peloponeso donde se hallan las ruinas sagradas de Olimpia.

Era mediodía y bajo la bisectriz de su luz en ese momento vi que por la línea del horizonte el mar traía hasta Siracusa unos vasos de oro. Eran de un tamaño irregular, tan grandes para que los divisara, tan pequeños para que los pudiera imaginar. Su número también variaba, porque a veces algunos se sumergían con el oleaje, pero nunca eran menos de siete y todos llevaban las copas abiertas al firmamento bruñido. Traté de apartar de mi mente esta visión, sabiendo muy bien que la mitología es una de las formas de locura. En realidad puede que no fueran vasos de oro, sino los chasquidos dorados que el sol vertical extraía de los rizos de la mar a esa hora que después serían de plata si el viento gregal levantaba de las olas un poco de espuma. Creí haber leído en alguna parte que aquellos recipientes de oro antiguamente transportaban cenizas, no de difuntos humanos, sino de los sacrificios que se ofrecían a Zeus antes y después de celebrarse los juegos olímpicos, de modo que aquella navegación, en realidad, no tenía ningún misterio.

Por la ciudad sagrada de Olimpia pasa el río Alfeo, el único en la historia de la cultura que en lugar de desembocar en el litoral inmediato del Peloponeso sigue viaje por toda la superficie del mar Jónico, en muchos tramos también por su abismo, y después de atravesarlo entero rinde sus aguas en la costa de la isla de Ortigia, que era el corazón de la antigua Siracusa. El poeta Píndaro y el trágico Esquilo, que se establecieron en esta ciudad, coincidieron en esta creencia y cada uno a su manera confirmaron semejante prodigio, y si yo hubiera interrogado a la hormiga que coronaba mi pie habría contestado que ése era un hecho admitido como muy natural por todas las hormigas de la ciudad.

Desde que se iniciaron los juegos olímpicos en el año 776 antes de Cristo las cenizas de los sacrificios de bueyes rubios en honor de Zeus, en su templo de Olimpia, se introducían en esas crateras de oro y los sacerdotes las depositaban en la corriente del Alfeo. Los vencedores en la palestra coronados con hojas de acebuche veían desde la ribera cómo se alejaban entre cánticos y justas de versos a cargo de famosos aedas. Los tiranos de Siracusa, al igual que los reyes de otras ciudades de la Magna Grecia, habían mandado a Olimpia naves cargadas de poetas, artistas y atletas a competir en los juegos, y aunque ninguno de ellos resultara victorioso las gentes de este lugar sabían que siempre serían premiados, ya que el río Alfeo les traería estos trofeos por encima del mar. Después de un tiempo medido, en Siracusa se celebraban grandes fiestas para recibirlos. Cuando aquel cargamento de oro y cenizas se acercaba a la isla de Ortigia, de pronto se sumergía en el abismo y poco después afloraba en la fuente de Aretusa, un manantial de agua dulce que emerge del mar cerca de la costa que mira al Peloponeso.

El mito de Aretusa fue celebrado por Píndaro, Esquilo y también por Virgilio. Aretusa era una ninfa de Olimpia que enamoró a un pastor llamado Alfeo y éste, ciego de amor, la perseguía por el bosque sagrado de Altis, pero Artemisa la hurtó de sus brazos llevándola con el viento del este al otro litoral del mar Jónico y al mismo tiempo convirtió al propio pastor Alfeo en un río y le ordenó que fuera a encontrarla. La ninfa Aretusa bailó sin cesar en la gruta de Ortigia hasta que ella también se transformó en una fuente que atrajo las aguas de su amante que venían en su busca por la superficie del mar. Cuando el río Alfeo la halló, se fundieron en un abrazo y su pasión los unió para siempre en un solo fluido.

Había vislumbrado aquellos vasos de oro transportando cenizas de hecatombes, si bien sólo podía aportar como testigo a una hormiga de Siracusa, que finalmente optó por bajar de mi pedestal y en el vacío de la latomía sonó entonces el zureo de un palomo que me devolvió a la niñez. Un ligero gregal, que aquí ciertamente viene de Grecia, como indica su nombre, agitó las páginas del cuaderno donde escribía de memoria las palabras que había leído en una estela funeraria al llegar a Siracusa: "Adiós, caminante, esto ha sido todo, así es el destino, aprovecha la vida mientras vivas". La recomendación de este griego que murió hace dos mil años me hizo pensar en los proyectos que no había cumplido, en los libros que no había leído, en los placeres que se me habían ido, en los seres que habían dejado una huella en mi vida. Ahora mismo sólo era el rey absoluto de una hormiga y ya que estaba en Siracusa, patria de tiranos, podía hacer con ella lo que se me antojara: amarla era la última escala de la mística. Agité el pie para mandarla al fondo de la mina de piedra de los antiguos templos. Me levanté del sillón de mimbre y, asomado al vacío, grité: ¡Saludo a los dioses de Siracusa; si queda alguno, que se haga cargo de ese insecto! Me respondió el graznido de un grajo y con esto di por terminada la mitad de la primera jornada de meditación.

A la caída de la tarde bajé desde la colina del hotel hasta la isla de Ortigia. Por el istmo del puente Umbertino llegué a la plaza Páncali, donde están las muelas del basamento del templo de Apolo con algunas columnas dóricas todavía en pie. Las mismas piedras extraídas de las latomías han servido para distintos órdenes de arte, creencias y destinos. Este templo de Apolo, del siglo Vl antes de Cristo, el más antiguo de la Europa Occidental, fue sucesivamente iglesia bizantina, mezquita, de nuevo iglesia cristiana normanda, para terminar en cuartel de los españoles y almacén de armamento que un día estalló por los aires y sacó de nuevo las raíces del templo pagano que hoy adoran los visitantes, con lo cual el ciclo volvió a empezar por el principio. Desde la plaza Páncali, entre casonas desconchadas del siglo XVIII, en medio de un aura pastosa, llegué por la vía Savoia hasta la Porta Marina y allí alcancé el muelle de Porto Grande, en donde se había establecido un paseo provinciano de gentes sencillas, probablemente trabajadores de la cercana refinería de Augusta, que cumplían el rito moderno de admirar en silencio las popas de los yates dirigiendo deseos oscuros hacia los dioses que las habitaban, navegantes nórdicos acompañados de chicas con la belleza del mejor plástico rubio.

A lo largo del muelle de Porto Grande, bajo la línea de fachadas neoclásica del Passagio Adorno, de las cuales a esa hora la puesta de sol sacaba matices de limón podrido, había tenderetes y cafetines con acordeones, tiovivos, gritos de tómbolas y chillidos de las bandadas de estorninos que iban a recogerse en los enormes ficus de una plazoleta umbrosa dedicada a un héroe carbonario. Al borde del camino de piedra, que a filo de mar conducía hasta el castillo de la punta, de pronto me encontré con un foso de agua oscura guardado por una reja semicircular. En el agua nadaban unos patos y se cimbreaban varios haces de papiros. Era la fuente de Aretusa, en la que había soñado a través de Virgilio en las lecturas de juventud, cuando la mitología aún me movía la imaginación. Me detuve a observar la gruta y pensé que de un momento a otro podían emerger de sus aguas los vasos de oro que había vislumbrado en el mar a mediodía, pero no era de esperar que se produjera ese milagro en vista de que los protagonistas de la fuente eran ahora unos patos anodinos. Opté por tomarme una cerveza en la terraza de la esquina y asistir al espectáculo de la gente que fluía con la misma intensidad que el río Alfeo en torno a la enjaulada Aretusa. Trataba de imaginar los sueños imposibles que arrastraba el agua en sus innumerables rostros, el esplendor en los ojos de los jóvenes, el tedio infinito de la tarde de domingo en el caminar de algunos amores gastados, los niños desnudos tirándose al mar una y otra vez como una rueda de cuerpos soleados, los viejos cogidos del brazo con una ternura renovada, parejas con el carrito del bebé, tipos chaparros con sombrero y los dedos nudosos asomando apenas por las bocamangas de la chaqueta, mujeres con colorete violento en las mejillas y el pelo cardado, ése era el oro y las cenizas que transportaba este río Alfeo humano hacia la fuente de Aretusa en la isla de Ortigia, mientras el sol se iba por el fondo de la bahía llevado por una brisa salada.

Perfil de Siracusa, junto al mar Jónico, ciudad de la que partían en la antigüedad naves con atletas hacia Olimpia para competir en los Juegos.
Perfil de Siracusa, junto al mar Jónico, ciudad de la que partían en la antigüedad naves con atletas hacia Olimpia para competir en los Juegos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_