Tribuna:

El jurista y la memoria

El pasado 19 de junio murió en su domicilio de la anteiglesia de Barrika el magistrado D. Antonio Giménez Pericás, cuando contaba setenta y cuatro años de edad. En su corta senectud, Antonio, amigo entrañable, había añadido a la relación de sus valores éticos el compromiso con la memoria. Con la memoria y no sólo con el recuerdo.

Debido a su gusto por el recuerdo supimos cómo intuyó la democracia en los atardeceres de su niñez valenciana mientras escuchaba las historias que, en aquella casa familiar, se intercambiaban los aviadores del ejército republicano. Sesenta años después, el 10 d...

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El pasado 19 de junio murió en su domicilio de la anteiglesia de Barrika el magistrado D. Antonio Giménez Pericás, cuando contaba setenta y cuatro años de edad. En su corta senectud, Antonio, amigo entrañable, había añadido a la relación de sus valores éticos el compromiso con la memoria. Con la memoria y no sólo con el recuerdo.

Debido a su gusto por el recuerdo supimos cómo intuyó la democracia en los atardeceres de su niñez valenciana mientras escuchaba las historias que, en aquella casa familiar, se intercambiaban los aviadores del ejército republicano. Sesenta años después, el 10 de noviembre de 1989, se encontraba en su queridísima ciudad de Berlín, al día siguiente en que cayera el muro: necesitaba proclamar su compromiso militante con el orden constitucional democrático allí en la Tiergarten, a la altura de aquella puerta de Brandemburgo inútilmente cegada por la barbarie de la guerra fría. Y, a buen seguro, le hubiera gustado recordar a sus futuros nietos que su abuelo murió el mismo día en el que la cumbre de la Unión llegó a un acuerdo definitivo sobre la Constitución europea.

Había añadido a la relación de sus valores éticos el compromiso con la memoria

La ambición de Antonio por el tiempo narrado iba, sin embargo, más allá de los recuerdos personales: estaba persuadido de que la memoria llegaría a dotar de significado histórico a los diversos espacios colectivos en los que se desarrolló su peripecia vital. Se esforzaba por encontrar en ese tiempo socialmente vivido las escasas buenas razones de un siglo veinte con el que se comprometió apasionadamente.

Supo, por Paul Ricoeur, que "la historia de una vida es refigurada constantemente por todas las historias verídicas o de ficción que un sujeto cuenta sobre sí mismo". Y precisamente por ello renunció a escribir su autobiografía. Prefirió adoptar una identidad de personaje en el espacio colectivo construido por el Foro de Ermua. Desde esta identidad, en buena medida narrativa, nos transmitió el convencimiento de que la gran alianza para la convivencia civilizada en nuestro País Vasco no debemos buscarla en la historia legendaria sino en la memoria de las personas que se atreven a ser lúcidas en la evocación de las víctimas. Nos ayudó a descubrir una memoria intergrupal que, por saberse atormentada, se arrima a la roca hasta hacerse una sola cosa con ella, un dorso de piedra, harri eta herri, en la expresión de su contemporáneo Gabriel Aresti. Pero, sobre todo, nos mostró el brillo de una memoria que, por saberse de la generación que sobrevivió a Auschwitz, mira al tiempo vivido desde la voluntad de recrear una realidad más libre y menos desigual.

Durante los últimos trece años de su dilatada vida de jurista, Antonio Giménez Pericás fue Magistrado en las Audiencias Provinciales de San Sebastián y de Bilbao. La ejecutoria judicial de Antonio estuvo marcada por la voluntad de practicar una Justicia hecha por jueces dispuestos a mirar a los mitos jurídicos con la sangre del corazón. Con serenidad apasionada, se propuso participar en el rescate por el Estado de Derecho del fuego del castigo divino.

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En los cursos del Instituto Vasco de Criminología dirigido por su gran amigo y cómplice en esta aventura, el profesor Antonio Beristain había enseñado, desplegando sus mejores dotes argumentales, que "todo castigo penal que no se deriva de la absoluta necesidad es tiránico". No podía olvidar que, en los años cincuenta, los usurpadores militares del poder penal habían dado con sus huesos en las cárceles franquistas. Alcanzó el mejor de los desquites practicando, incansablemente, un derecho judicial comprometido en reconciliar al derecho con la justicia. Aún a sabiendas de que quien se empeña en un afán tan prometeico en favor de la justicia humana, no puede esperar ser gratuitamente perdonado por los dioses.

En la mañana del pasado sábado, en la casa sobre los acantilados de Barrika, Antonio, acosado por la enfermedad, empeñó su restante lucidez en resolver el viejo dilema que Kundera descubre en todos los Ulises humanos: debía decidirse entre mantener una aventura de la memoria a la que no cabe poner fin o reconciliarse con lo que la vida tiene de finito. Así fue como nos dijo adiós.

Hoy, a las 19.30, en el Salón de Actos de la Biblioteca de Bidebarrieta, los allegados y amigos recordaremos al ciudadano Antonio Giménez Pericás, maestro de juristas y ejemplo para los demócratas.

Juan Luis Ibarra Robles es magistrado.

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