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Columna
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La vía dorada

Es un firme propósito recurrente y tardío el de ahorrar y una, si no la única forma que conozco, es la de abstenernos de jugar en las loterías. Equivale a renunciar para siempre a la voluptuosa vida de los ricos, pero reúno la más dilatada experiencia personal que demuestra lo vano e inalcanzable del empeño. Hice, en su día, las cuentas del capital que debía poseer tras el abandono de los vicios de fumar y beber con demasiada frecuencia, ya va para los veintiocho años, pero no aparece por parte alguna. Y tampoco me atrevo aún con el cálculo del dineral empleado en tirarle de la oreja a Jorge, que es como antaño se denominaba la afición a los juegos de envite y azar.

Tuve épocas -como casi todo el que lleve más de 80 años en este perro mundo- de franca holgura económica, con un trabajo afortunado y el viento propicio hinchando las velas de mi prosperidad. De aquellos felices tiempos recuerdo que sólo jugaba en Navidad, para no fallar a la tradición y porque mi empresa adquiría una serie completa y me endosaba el sobrante. Durante quince o veinte años, sólo en una ocasión nos tocó el mísero reintegro. Ni una sola otra vez llegó aquel consuelo. No ponía fe en ello, así que la desilusión era corta. Esto podría significar que quienes tienen algo más que las necesidades cubiertas desdeñen acudir a tan azarosa forma de hacer fortuna y es una engañosa apreciación. He mantenido relaciones amistosas con gentes de sólida fortuna, que parecían estar libres de imperiosas necesidades. Bueno, pues los ricos, no sólo lloran sino que también juegan como condenados a la lotería y rellenan, más o menos clandestinamente, los innumerables boletos que nos tientan cada día. Quizás sea sólo una fórmula justificativa de cuadrar balances, la cuestión es que he coincidido con alguno en la administración de lotería o he visto al limpiabotas del bar reservarles varios décimos. Deben tener la misma escasa suerte que yo porque jamás les he oído comentar la menor ganancia.

Me consta que nuestros filantrópicos gobernantes -éstos, sus antecesores y los que les sucedan- son conscientes del daño que supone para la salud el alcohol y el tabaco, ambos suculentas regalías a las que ningún gobierno está dispuesto a renunciar. No importa que los hospitales estén abarrotados de enfermos crónicos de las vías respiratorias a los que mantener con dispendio costoso a expensas de las ubres de la Seguridad Social. O que, de vez en cuando, salte a la actualidad el consumidor de bebidas fuertes que degüella a la esposa, a la suegra y a la cuñada en presencia de los hijos menores, obnubilado por el morapio. En cuanto al perjuicio moral y financiero que causa el juego en el pueblo llano, y en el otro, queda de manifiesto, aunque en el capítulo de los presupuestos domésticos permanezca pudorosamente oculto en la estimación sobre el gasto hogareño. De forma elíptica y discreta intentan apartarnos de los males de la ludopatía, y lo hacen de la forma más cómoda a su alcance: poner el precio del décimo o la quiniela cada vez más caro, lo que según los loteros apenas ha influido en las ventas. Esta pasada Navidad, con la participación oficial mínima a 20 euros, que son 3.325 pesetas de antaño, casi se agotan las existencias y en los sorteos semanales la afluencia de clientes ha variado apenas.

Ya no se trata de un pellizco al monedero, incluible en las expensas atribuidas a la cesta de la compra, aunque raros son los ciudadanos y ciudadanas que se privan de la esperanza en un milagroso golpe del destino. Un amigo sostiene que el verdadero y completo milagro es que tocara sin jugar. ¿Qué contrapartida tiene este derroche de casi imposible amortización? En la esencia misma de la cuestión. Casi nunca es la fortuna, pero sí el camino. Cuando adquirimos una opción al sorteo jamás llegaremos a disfrutar de un premio jugoso, pero nadie nos quita el sueño, durante unos días, de ser los favorecidos con la multiplicada recompensa. En esos secretos arrobamientos gozamos de la idea de poseer millones de euros, la satisfacción de las deudas, incluso las que nos han perdonado y nos extasiamos con nuestra presunta generosidad, al distribuir fuertes sumas entre familiares y amigos. ¿O es que tales sensaciones no valen lo que un pedazo de papel que luego romperemos desilusionados? ¿Y las mil extravagancias que cometeríamos? Así hasta la semana siguiente. Y el que quiera picar, que pique.

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