Crítica:

Nacionalismo bifronte

Ha acumulado ya el autor de este libro una abundante y diversa obra sobre el nacionalismo vasco, desde su estudio inicial dedicado a la II República hasta la síntesis que ofreció en el excelente manual La España de los nacionalismos y las autonomías (Síntesis, 2001) en el que Justo Beramendi y Pere Anguera se ocupaban con idéntica solvencia de los nacionalismos gallego y catalán. Una erudición contrastada, un tono académico, sin dejarse arrebatar por ninguna de las pasiones que despiertan los nacionalismos, caracterizan el trabajo de De la Granja como el de tantos historiadores que han ...

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Ha acumulado ya el autor de este libro una abundante y diversa obra sobre el nacionalismo vasco, desde su estudio inicial dedicado a la II República hasta la síntesis que ofreció en el excelente manual La España de los nacionalismos y las autonomías (Síntesis, 2001) en el que Justo Beramendi y Pere Anguera se ocupaban con idéntica solvencia de los nacionalismos gallego y catalán. Una erudición contrastada, un tono académico, sin dejarse arrebatar por ninguna de las pasiones que despiertan los nacionalismos, caracterizan el trabajo de De la Granja como el de tantos historiadores que han mantenido en la Universidad del País Vasco la supremacía de la razón sobre los mitos, de la palabra sobre los rituales de violencia y muerte.

EL SIGLO DE EUSKADI El nacionalismo vasco en la España del siglo XX

José Luis de la Granja

Tecnos. Madrid, 2003

396 páginas. 20 euros

Del conjunto de esa obra, destacan algunos elementos que dan coherencia y sentido, a salvo algunas repeticiones, al conjunto de trabajos recopilados en esta última entrega. El primero es su interés por las corrientes y grupos nacionalistas que nunca llegaron a conquistar una posición hegemónica, a los que califica de heterodoxos. De la Granja ha destacado al grupo responsable de la magnífica revista Hermes, gentes, como Jesús de Sarría y Eduardo de Landeta, que vivieron su nacionalismo en los años de la primera posguerra mundial como un movimiento de integración de todo lo surgido en territorio vasco, fuera o no nacionalista. O el pequeño partido de Acción Nacionalista Vasca, al que importaba tanto el nacionalismo como la democracia y que pudo pactar sin problema con los partidos de izquierda en los años de la República.

Un segundo elemento es la constatación de que la historia del nacionalismo vasco ha caminado desde principios del siglo XX sostenido en dos almas: la estatutaria y la independentista. Podría verse en esta dicotomía un rasgo propio de todos los partidos que antes de la Gran Guerra eran críticos radicales del sistema sin negarse a trabajar por ello dentro del sistema. Los socialdemócratas son un vivo ejemplo de ese doble ser: pretendían la revolución pero no hacían ascos a las reformas. A los nacionalistas les ocurrió algo parecido: pretendían un Estado propio pero pensaban avanzar hacia él sin romper con el Estado común. Así fue ya en los últimos años de la vida de Sabino Arana, así también con la generación de los años treinta, con los Aguirre e Irujo que consiguieron el Estatuto en 1936.

¿Es posible que un partido

persista en ese doble ser indefinidamente? Sí, cuando las condiciones que lo hicieron posible también persisten; pero si desaparecen, la doble alma no es más que un anacronismo. Los socialdemócratas liquidaron la dicotomía pasando por su Bad Godesberg, por su renuncia a la revolución como vía para alcanzar el poder. Pero los nacionalistas vascos, dice De la Granja, nunca han tenido su Bad Godesberg, una renuncia formal, expresa, al racismo y al fanatismo religioso de su fundador. O quizá lo tuvieron, aunque al revés: reafirmando la validez de lo enunciado por Sabino Arana en sus mocedades y renunciando al pragmatismo que caracterizó a las generaciones jóvenes que le siguieron.

Esto es, en definitiva, el Pacto de Estella, al que dedica De la Granja el último de los artículos aquí recopilados: condena del alma autonomista para reafirmar la exclusiva validez de la independentista. Por eso, el retorno al lenguaje de Arana, al rechazo de lo español como extranjero y a la carga de violencia y agresividad que acompaña su política. Se trata nada menos que de borrar un siglo de historia y, con ella, la condición fundamental que explicaba la persistencia de la doble alma nacionalista: que Euskadi, el país real, es una sociedad plural, que lo ha sido desde antes del nacimiento del nacionalismo y que no podrá dejar de serlo si no es violentando la voluntad de la mayoría, forzándola hasta lograr imponer un modelo de país como el soñado por Sabino Arana. Una ruptura que lleva ya mil muertos a sus espaldas y que llena de incertidumbre el futuro.

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