_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Empachados de recetas

Uno de los temas actuales más preocupantes en las naciones industrializadas es el imparable aumento del consumo y el coste de las recetas. Datos oficiales indican que en 2003 los médicos españoles extendieron 706 millones de recetas -el 6,8% más que el año anterior-, lo que supuso un gasto récord de 8.941 millones de euros. Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, donde en los últimos cuatro años creció el número de personas sin seguro de enfermedad de 37 a 42 millones, el gasto en fármacos durante este mismo cuatrienio subió el 65%, un porcentaje unas seis veces superior al crecimiento económico del país.

Según el Instituto Nacional de Medicina, un prestigioso organismo científico estadounidense, la mitad de las medicaciones que se prescriben son innecesarias. Este despilfarro es causa del aumento de nocivos efectos secundarios, a veces mortales, de perniciosas adicciones y de infecciones incurables. En los últimos meses, por ejemplo, se ha comprobado que un popular tratamiento hormonal de las molestias de la menopausia predispone al cáncer de mama y a las enfermedades cardiovasculares. Y en otro estudio de unas diez mil mujeres, se ha demostrado que quienes consumieron más de 25 recetas de antibióticos, en un periodo de 17 años, tenían el doble de probabilidades de sufrir cáncer que la población general.

Ninguna persona razonable duda de la contribución espectacular de las medicinas a la prolongación de la vida y al bienestar del género humano. Hoy disponemos de productos muy efectivos para prevenir, curar o mejorar dolencias como la hipertensión, la arterosclerosis, la depresión o el cáncer, en una población cada día más longeva, lo mismo que para ayudar a los niños a superar trastornos físicos o emocionales que interfieren con su desarrollo saludable. También contamos con pastillas portentosas que permiten a las mujeres controlar su fecundidad y a los hombres restaurar el vigor sexual. Sin contar con la amplia gama de cremas y tabletas que prometen borrar las arrugas, devolver a los calvos el cabello o inducir el sueño a los desvelados.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Hasta cierto punto es comprensible que las sociedades con recursos no pongan muchas trabas para que sus ciudadanos se beneficien de estos remedios. Pero si analizamos esta insaciable hambre de recetas, no podemos dejar de lado las consecuencias y demás fuerzas económicas, sanitarias, sociales y psicológicas que intervienen en el consumo superfluo de fármacos, bajo el supuesto disparatado de que en medicina "más es siempre mejor".

Esto nos lleva a hablar de la potente industria farmacéutica, que ha invadido últimamente los medios de comunicación -en muchos casos acaparando los espacios publicitarios prohibidos al tabaco y al alcohol- y no cesa de bombardearnos con los "efectos milagrosos" de sus productos. Mientras tanto, no pocos médicos, seducidos por las prebendas de los laboratorios, deslumbrados por los nuevos fármacos o agobiados por la pesada carga que les impone un sistema sanitario desbordado, optan por satisfacer el ávido apetito de recetas de sus pacientes.

Quizá la faceta más complicada del problema sean los valores sociales en boga que, por un lado, fomentan expectativas de salud inquebrantable y el derecho al alivio inmediato de las más leves molestias y, por otro, alimentan la glorificación indiscriminada de los fármacos. Es lástima que se haya olvidado aquella sabia advertencia del poeta madrileño Alonso de Ercilla: "No es buena la cura y experiencia, si es más seria y peor que la dolencia".

Es difícil imaginar a una persona saliendo satisfecha de la consulta de un médico sin una prescripción en la mano, pese a que los medicamentos recetados no sirvan para nada. Aunque ni a la industria ni a los doctores les guste hablar de ello, no es ningún secreto que bastantes medicinas son eficaces solamente por su impacto psicológico, como demuestra incontables veces el llamado efecto placebo.

Placebo es la sustancia que sin tener valor terapéutico -por ejemplo, una cápsula que únicamente contiene unos granos de azúcar- provoca la curación o la mejora del enfermo. En latín, la palabra significa "me gustará". La verdad es que hasta hace menos de un siglo -la penicilina fue descubierta en 1928- la gran mayoría de los remedios eran inocuos y, no pocos, perjudiciales. De ahí el anticuado dicho "si las drogas que nos dan los médicos fuesen arrojadas al fondo del mar, la humanidad estaría mucho mejor y los peces mucho peor". A pesar de todo, bastantes pacientes se restablecían.

Hoy se calcula que entre el 25% y el 50% de los enfermos más comunes mejoran con un placebo. De hecho, el que una nueva medicina salga o no salga al mercado depende casi exclusivamente de los resultados clínicos a base de comparar sus efectos con los efectos de una sustancia inocua. Un ejemplo típico y reciente ha sido la comparación de un nuevo medicamento para tratar la úlcera de estómago con otro anterior que ya llevaba varios años en el mercado. Los 300 enfermos de Tejas que participaron voluntariamente en esta prueba habían sido diagnosticados todos ellos de úlcera, después de haberse visualizado dicha lesión a través de una endoscopia. Los participantes fueron separados al azar en tres grupos: el primero recibió el nuevo fármaco, el segundo la medicina antigua y el tercero recibió un placebo. Los tres tipos de cápsulas tenían una apariencia externa idéntica, y ni los enfermos ni los médicos que los evaluaban conocían su contenido, un modelo de investigación que se conoce como "doble ciego". Después de cuatro semanas de tratamiento, los pacientes volvieron a ser sometidos a otra endoscopia para ver si la úlcera había sanado. Los resultados mostraron que el 88% de los pacientes tratados con la nueva medicina, el 66% de los que recibieron la medicina antigua y el 49% de los que tomaron placebo se habían curado. Los investigadores explicaron en detalle por qué la nueva medicina era la más eficaz, pero, como es habitual, se abstuvieron de analizar la sorprendente proporción de curaciones entre los pacientes que no habían recibido medicamento.

A pesar del poderoso efecto placebo, sería a todas luces inhumano negarle a cualquier persona un tratamiento médico que pueda aliviar su enfermedad. Al mismo tiempo, en medicina no podemos ignorar la conexión mente-cuerpo y lacapacidad de la naturaleza humana de sanar a su propio ritmo.

No hay duda de que para atajar el costoso y peligroso empacho de recetas que nos aqueja, es imperativo inculcar en los ciudadanos una visión más sensata de los beneficios y riesgos de los fármacos, y mentalizarles de que no todo malestar significa enfermedad. El objetivo es facultarles, capacitarles para mantenerse saludables e incluso recuperarse, aceptando las pequeñas molestias cotidianas típicas de nuestra inevitable caducidad.

Con este fin, la industria farmacéutica deberá moderar sus exageradas promesas publicitarias y frenar su política de incentivos a los "médicos receteros". No menos fundamental es la concienciación de los doctores de que para optimizar la salud de las personas no sólo hay que ganarle la batalla a las enfermedades con medicamentos, sino que es igualmente necesario estimular las fuerzas curativas naturales.

Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_