_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Homenaje a Cataluña

Quienes ingresamos en los colegios religiosos en la década miserable de los cuarenta y crecimos en el erial de la mortífera conjunción de Iglesia y Falange -cimentada por muchos deudos y allegados de los que hoy nos gobiernan-, no aprendimos cosa en las aulas que nos ayudara a comprender y reflexionar: sólo un fárrago de preceptos inútiles, nociones y reglas ajenas al tiempo, nombres y fechas carentes de contexto, presuntos saberes que no tardarían en volatilizarse y caer en justiciero olvido. Cuanto descubrí con provecho fue extramuros: en la biblioteca que perteneció a mi madre o en la trastienda de las librerías abastecidas de obras impresas en Buenos Aires o México. El castellano de mis profesores, como el de muchas familias barcelonesas de derechas, era, según descubrí más tarde, pobre y desangelado. En lo que concierne al catalán, se hablaba casi a escondidas, y lo poco que asimilé de él fue en la calle o durante las vacaciones, con los hijos de los masoveros del caserío donde veraneaba. Consecuencia de ello sería el irrecuperable retraso con que accedí a los idiomas que de otro modo debería haber heredado en mi niñez o aprendido en la universidad: mi tía, Consuelo Gay, compuso en su juventud una docena de poemas, asombrosamente modernos, en castellano, francés y catalán. Yo escribía, aunque no cabalmente, el primero, ignoraba el segundo y leía a duras penas el de mi rama materna. De ahí arranca, como una rémora de por vida, mi formación paticoja y autodidacta, alcanzada siempre a deshora: el francés, a los veinte años; el inglés, a los treinta y pico; el árabe dialectal marroquí, a partir de la cuarentena...

Sólo a mi llegada a París cobré conciencia del desastre: el amor a la lengua y cultura españolas nació allí, y de ella, la lenta elaboración del árbol de la literatura que ha vertebrado mi labor de las últimas décadas. En mis prisas por colmar tantas lagunas -o con mayor exactitud, lagos Michigan-, decidí estudiar catalán, no para hablarlo, puesto que había renunciado a volver a España, sino con la finalidad de leerlo de corrido: me compré una gramática y un diccionario y, con su auxilio, pude calar en la obra poética de Foix, Ferrater, Palau Fabre... Tal empeño me permitió proponer y conseguir más tarde que la editorial Gallimard tradujera al francés Incerta glòria de Joan Sales y La plaça del diamant, la hermosa novela de la entonces exiliada Mercè Rodoreda, primer paso, creo, de su merecida andadura internacional. Con la supervisión amistosa de la historiadora Núria Sales, redacté también las frases atribuidas al tío abuelo del personaje Álvaro Mendiola -trasunto de mi tío abuelo Ramón Vives Pastor- en un capítulo de Señas de identidad, como homenaje a lo que Nuria Amat llamaría luego la lengua abolida: "Em moriré de fàstic a Suïssa lluny de les vostres esglèsies i dels vostres capellans tot aixó us estalviareu el preu del meu enterro i dels meus funerals". En la legendaria cinemateca de la Rue d'Ulm había escuchado, entre tanto, como música de fondo del impresionante documental de Joris Ivens sobre la resistencia republicana en el frente de Madrid, "los conmovedores acordes" de La santa espina, que, como dijo en su día Louis Aragon, "on ne peut pas écouter sans qu'elle vous serre le cœur". Su evocación en la novela, a propósito de la matanza de campesinos en las pedanías de Yeste en 1936, no era nada casual: respondía, como la visita del protagonista a las fosas del castillo de Montjuïc en donde fue fusilado el presidente de la abrogada Generalitat, Lluís Companys, a la intención de rescatar lo enterrado y denunciar la sistemática ocultación histórica sobre la que se fundaba el franquismo. Cuando Cataluña recobró su voz, y su cultura pudo explayarse sin trabas, pensé que correspondía a sus políticos y escritores la tarea de hacerse oír en el ámbito de una España moderna y plural. Su combate, necesario y enriquecedor para todos, no me incumbía de forma directa: sus protagonistas debían ser ellos.

¿Sería necesario explicar entonces que alguien, no nacionalista ni catalanista como yo, acogiera con alivio la formación de un Gobierno catalán de izquierda -el primero desde hace casi siete décadas- y se alegrara tanto a la lectura del excelente discurso de investidura de Pasqual Maragall? Las referencias del nuevo president a Pi y Margall -el estadista más lúcido y honrado de la España del XIX- y a Companys -ejecutado vilmente por quienes vuelven a ser el punto de referencia, apenas solapado, del aznarismo- permitían vislumbrar una idea de Cataluña y España no ligadas por el cuello al pasado con la rueda de un molino de un victimismo estéril y de una misión histórico-divina insoportables, sino proyectadas a un futuro razonable en el marco de la Europa diversa y mestiza a la que pertenecemos, pese a los desplantes de Aznar y a su probada tenacidad en convertirnos en socios privilegiados de Bush y su equipo de ideólogos de ultraderecha. No obstante los poderes muy limitados del Gobierno tripartito de izquierda, incluso en el área social y económica si no soluciona de una vez el problema de la financiación autonómica, su mera existencia mostraba la posibilidad de otra manera de entender la política, lejos del nacionalismo cavernícola de Arzalluz ("los vascos descendemos de los primeros neandertales y conservamos un patrimonio genético diferente") y de ese retorno funesto del PP a la retórica patriotera, con las amenazas del en verdad inmejorable paleofranquismo de Fraga de un recurso a las Fuerzas Armadas en respuesta a la pacífica y democrática investidura de Maragall.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

El nacionalismo casero de Pujol, con su renuencia a influir, como quería Miquel Roca, en la vida política española e impulsar de este modo las reformas estructurales para un proyecto federalista como el de Pi y Margall, había agotado sus posibilidades de acción más allá de su propio mantenimiento en el poder, y el electorado lo entendió así. Su voto de castigo a los dos principales partidos redujo las opciones de gobierno, ya a un frente nacionalista de CiU y ERC parecido al del País Vasco, ya a un acuerdo tripartito de izquierda, como el que cuajó un mes después. Dicha solución evoca, es cierto, situaciones conflictivas del pasado. Con todo, el contexto político, económico y social de hoy es enteramente distinto. España dejó de ser un país atrasado, furgón de cola de Europa: pertenece, aunque como miembro menor, al club de los Cresos. La gestión democrática de los sucesivos gobiernos entre 1978 y 2000 le permitiría sin demasiados sobresaltos adecuar la Constitución a las realidades cambiantes del mundo moderno, en función de su diversidad cultural y de una mejor concertación con Europa y, en primer lugar, con Francia.

El lamentable traspiés del ex conseller en cap Carod Rovira partía de un cálculo erróneo: ETA no es Terra Lliure, que él contribuyó a disolver e integrar en el paisaje político catalán, sino una banda de endurecidos criminales, responsables del asesinato de centenares de ciudadanos, con la que no cabe discusión política alguna (eso lo saben bien elPSOE y el PP, tras sus reuniones en Argel y Ginebra). Su "ingenuidad" -aceptemos lo de llamarla así- ha asestado un rudo golpe a la credibilidad del Ejecutivo tripartito y procurado al PP, en plena campaña electoral, un regalo de Año Nuevo en el que no podía soñar siquiera. Los improperios, amenazas judiciales, acusaciones de traición y protestas de vestal ofendida, de sus bajos, barítonos y tenores para exigir la dimisión de Maragall y descargar su artillería pesada contra el PSOE, tildado de hipócrita, segregador y otras amabilidades, tratan de convertir las elecciones en un plebiscito tercermundista: el del PP contra los demás, el del Partido o Movimiento Nacional contra las taifas separatistas y sus tontos útiles. La apoteosis del Jefe, retratado siempre con la bandera roja y gualda, me retrotrae a imágenes de mi niñez y mi juventud. La guerra legítima contra ETA se ha convertido por arte de magia en una guerra asimétrica y sin final posible contra el ubicuo "terrorismo internacional": o estamos con él o ingresamos en el gremio sospechoso de los enemigos de su partido-nación.

Tras cuatro años de mayoría absoluta en las Cortes, compruebo que el señor Aznar me ha devuelto a la "deplorable condición de español" (Borges escribió "de argentino"). Su autoritarismo de estilo caudillista; la descalificación abrupta del adversario erigida en pauta de gobierno; el servilismo ante el fuerte y arrogancia con el débil; la opusdeización del Estado y la vuelta de la religión a las escuelas; la manipulación a sabiendas de datos falsos para justificar la invasión de Irak o su gastado recurso a esgrimir el espantajo de la desintegración de España -cuando, mezclando capachos con berzas, equipara el proyecto federalista de Maragall al plan soberanista de Ibarretxe-, nos están conduciendo a una lógica de enfrentamiento desconocida en España desde la transición. Su tosco unitarismo nacional-católico disgrega; su afán de protagonismo en la prensa estadounidense nos envisca en la mezcla de sangre, crudo y arena de las planicies de Irak; la heredada aversión derechista a Francia, de cuya dependencia se precia de habernos librado, se traduce en una subordinación peor a la política imperial de Bush. La España que nos deja se halla mucho más dividida que la anterior a su segundo mandato. La armonización gradual con la normativa europea, buena vecindad con Marruecos y proyección política y cultural en Iberoamérica de los Gobiernos que le precedieron han sufrido un grave quebranto. Aznar no nos ha encumbrado a la grandeza histórica que le obsesiona: nos arrastra a una situación de dependencia condicionada por las incertidumbres del calendario electoral norteamericano. Al escuchar en directo los elogios de Bush a "su visión y sabiduría", me acordé de ciertas fábulas de Esopo y de La Fontaine. El presidente del Gobierno martillea sus verdades con el aplomo y suficiencia de quien, para su desgracia, ignora la duda. Su concepción del liderazgo no es civil, sino militar.

La acumulación de tanto oportunismo y dislate engendran muy naturalmente en muchos ciudadanos, no obstante la buena coyuntura macroeconómica cuyo mérito sin razón se atribuye, un proceso de desidentificación con la España y el Tótem Constitucional que avariciosamente acapara. Pues del mismo modo que la marea de banderas republicanas enarboladas por los manifestantes contra la invasión de Irak no obedecía a una súbita conversión de centenares de miles de personas a un republicanismo activo, sino a la voluntad de desmarcarse del banderón de la plaza de Colón, así una larga cadena de desidentificaciones con el asiduo del rancho tejano y conquistador glorioso del islote del Perejil, me ha restituido mi "deplorable condición" de hace treinta años. Un nuevo mandato aznarista sin Aznar me convertiría de nuevo en apátrida o, por mi recuperada querencia por mi ciudad nativa -ecuménica y no ombliguista-, a declararme independentista de la Rambla, la Barceloneta o el Raval.

Juan Goytisolo es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_