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Calendarios y optimismo

Hace unos días leí una buena noticia en una revista de economía: el negocio de la industria de los calendarios en la Unión Europea y Estados Unidos sobrepasará en 2004, por primera vez, los dos mil millones de euros.

Por una parte, esta revelación no nos debería sorprender. Cada día la vida cotidiana se torna más diversa y complicada, tenemos más tiempo libre que rellenar, y la población es más añeja, por lo que a casi todos nos viene muy bien adquirir un catálogo de días, semanas y meses que nos ayude a orientarnos en el tiempo, recordar aniversarios, planificar las vacaciones o simplemente que nos sirva para apuntar y no olvidar las cosas que hemos de hacer. No obstante, si tenemos en cuenta el desasosiego y la conciencia de vulnerabilidad que plagan el mundo de hoy, el dato de que gastemos más que nunca en almanaques, anuarios, agendas de papel o digitales es significativo. Implica, a mi entender, que pese a la inseguridad e incertidumbre que nos aquejan, no hemos perdido el sentido de futuro y percibimos el nuevo año a través de una lente optimista.

El hecho de que consideremos importante programarnos para el año refleja dos ingredientes fundamentales del optimismo: la esperanza en el mañana y la sensación de que controlamos razonablemente nuestro proyecto de vida.

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La esperanza es la base del pensamiento positivo. Recordemos brevemente el relato mitológico más difundido que se ha escrito sobre ella. Cuenta la leyenda que Prometeo, el titán creador de la humanidad, regaló secretamente a los mortales el fuego que había robado del Olimpo y los conocimientos que había recibido de Atenea. Al enterarse Zeus, el dios supremo, se enfureció de tal manera que lo encadenó a una columna y lo torturó salvajemente. A continuación, Zeus mandó a la bella Pandora a la Tierra con una bonita caja en la que antes había guardado todas las desgracias y calamidades humanas. Mas Zeus estaba tan ofuscado por la furia, que en un descuido también escondió en la caja la esperanza. Un día Pandora destapó la caja por curiosidad y de inmediato salieron de ella todos los males y atacaron a los mortales. Afortunadamente, la esperanza también escapó y desde entonces ha cubierto con una capa protectora a la humanidad.

Las personas albergamos dos clases de esperanza. Una abarca las expectativas generales que guardamos del futuro. Por ejemplo, el significado positivo que le damos al destino del género humano, o el grado de fe que tenemos en que la maldad, las injusticias o las enfermedades que nos azotan no tendrán la última palabra. La otra esperanza es más concreta y se basa en la fuerza de voluntad que invertimos para conseguir nuestros objetivos y la energía que destinamos a planificar la estrategia para lograrlos. Esta esperanza alimenta en nosotros la creencia de que vamos a alcanzar las metas por las que luchamos. Por ejemplo, nos inyecta confianza en que conseguiremos la promoción por la que hemos trabajado, o que dejaremos de fumar una vez que nos lo proponemos.

La idea de que controlamos nuestra vida, representada tangiblemente en el calendario, es también un componente esencial del optimismo. Cuando consideramos que dirigimos nuestro programa vital, nos sentimos más capaces de dominar las circunstancias adversas y nos enfrentamos más directamente a los problemas que cuando nos encontramos a la deriva y nos vemos vapuleados o sometidos por fuerzas irresistibles.

La conciencia de que ocupamos el asiento del conductor, aunque sea a veces una mera fantasía, nos ayuda a soportar situaciones y sentimientos negativos. En una investigación reciente en la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey), veinte enfermos de ataques de pánico se prestaron voluntariamente a respirar aire contaminado de dióxido de carbono (un gas que provoca los síntomas de pánico). Antes de comenzar el experimento, la mitad de los pacientes fueron informados de que podrían regular en todo momento la cantidad del gas tóxico que inspiraban, y la otra mitad de voluntarios fueron advertidos de que no tendrían control sobre la composición del aire. Al final de la prueba, aunque ambos grupos habían inhalado la misma proporción de dióxido de carbono, mientras sólo el 20% de los pacientes que suponían que tenían control sufrieron ataques de pánico, el 80% de los que imaginaban que no controlaban el aire que respiraban los sufrieron.

Si creemos que mandamos sobre nuestras decisiones o elegimos los derroteros que van a marcar nuestro paso por el mundo, tendemos a transformar nuestros anhelos en desafíos y a confiar en nuestra capacidad para superar las barreras que se interponen en nuestro camino. Puestos a elegir, más personas prefieren hacer lo que quieren que poseer lo que desean.

Lo bueno del optimismo es que modela positivamente nuestra percepción de nosotros mismos y de las cosas que nos rodean, facilita el análisis constructivo de las experiencias pasadas, fortifica la esperanza en el mañana y, además, refuerza la capacidad de adaptación y la resistencia a los infortunios.

Los individuos de talante optimista que se enfrentan a una situación difícil confían en que encontrarán un consuelo, un refugio o una salida. Frente a los problemas perseveran con más tesón que las personas de disposición pesimista. Y desde un punto de vista práctico, es evidente que quienes persisten durante más tiempo en la búsqueda de un remedio a su desgracia tienen más probabilidades de encontrarlo, en caso de que éste exista. Por otra parte, un cúmulo de evidencia científica sugiere que un temperamento optimista alarga la vida en general y contribuye a la longevidad de personas que sufren ataques de corazón, cáncer, insuficiencia renal, esclerosis múltiple, hipertensión y asma. El optimismo nos protege además de la depresión, una dolencia caracterizada por envenenar y arruinar nuestras vidas, a veces hasta el punto de desear la muerte.

A quienes juzgan que los optimistas carecen de un sentido ecuánime o sensato de la realidad -como el personaje patético del doctor Pangloss que hace dos siglos y medio inmortalizó Voltaire en su novela Cándido-, les recomiendo los estudios de la psicóloga estadounidense Lisa Aspinwall. Esta investigadora del carácter humano demostró que los hombres y mujeres optimistas, antes de tomar decisiones importantes, sopesan tanto los aspectos positivos como los negativos de las cosas, mientras que los pesimistas se limitan a enfocar únicamente los aspectos negativos.

Creo que el aumento en las ventas de calendarios de 2004 es verdaderamente una buena noticia. Es un signo de que hay más personas que sienten que gobiernan el barco de su vida y alimentan en su corazón la ilusión de que el buen futuro enterrará al mal pasado. En cualquier caso, el crecimiento del optimismo en estos tiempos borrascosos es previsible. Después de todo, el verdadero optimismo suele surgir especialmente en las tragedias, pues la tendencia a ver las cosas considerando su aspecto más favorable es parte de nuestro instinto de conservación y supervivencia. Como escribió el antropólogo Lionel Tiger, "apostar con esperanza ante la incertidumbre es tan característico de nuestra especie como andar con dos patas".

Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York.

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