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La cuestión de la identidad

Todo el mundo siente amenazada su identidad frente al poderosísimo rival que es la "globalización". Podríamos decir que hasta cierto punto nos sentimos expulsados de la patria, expuestos a los mortificantes peligros de la asimilación incondicional. Por consiguiente, en todas partes se intenta imponer indisimuladamente identidades nacionales, étnicas y locales. Estas identidades se etiquetan, quizá de forma un tanto apresurada, como "neonacionalistas", aunque, en contraste con el nacionalismo con carga explosiva fascista que produjo el siglo XX, no se orienten a campañas de conquista ideológica y militar más allá de las propias fronteras. Son nacionalismos introvertidos que están a la defensiva frente a la "invasión" del mundo global, que se atrincheran y protegen frente a él, lo que no quiere decir que "introvertido" pueda confundirse con "inocuo". Pues en estos nacionalismos interiores surge con facilidad una intolerancia proclive a la violencia que puede dirigirse contra todo y contra todos. Lo "nuevo" estriba en que aquí -por lo general conscientemente- se forma un frente en contra de la cosmopolitización de los propios mundos vitales, contra la globalización y los globalizadores que supuestamente amenazan la vida local de los "nativos". Sin entender cómo la globalidad anula y vuelve a barajar la distinción entre lo interior y lo exterior, entre nosotros y ellos -es decir, sin la mirada cosmopolita-, nunca podrán entenderse ni los paisajes identitarios en formación ni los nacionalismos introvertidos que posiblemente arraiguen en ellos.

Hace algún tiempo, en un vuelo a Helsinki, mi vecino de asiento, un hombre de negocios danés, me fastidió repitiéndome una y otra vez lo ventajosa que era la Unión Europea para sus empresas. No tanto por curiosidad como para poder meter baza le pregunté si se sentía más danés o más europeo. Ni una cosa ni otra, me respondió; él era ciudadano del mundo, "global citizen". Su patria eran todos los países de la Tierra. Allí donde fuera hablaba inglés, que dominaba como su segundo idioma materno. Sus socios comerciales contemplaban las cosas desde un punto de vista semejante al suyo. Dada su experiencia, sabía en quién podía confiar y de quién desconfiar, independientemente de que se tratara de negocios o de coger un taxi. Por lo demás, se había criado en Dinamarca, vivía en Dinamarca y se sentía danés. En Navidad era cristiano, y los días de elecciones, socialdemócrata. Recientemente se había adherido a una iniciativa ciudadana que pedía una política inmigratoria restrictiva. Él estaba, bien lo sabía Dios, en favor de los extranjeros, añadió sin azorarse lo más mínimo, ¡pero había que frenar la ola inmigratoria! Etc., etc. Después de un breve titubeo volvió a mi pregunta: no, europeo no era, aunque aún no había reflexionado sobre el tema.

Tenemos aquí la orgullosa afirmación de una identidad abigarradamente mezclada, de algún modo cosmopolita y al mismo tiempo provinciana, cuya característica central es la siguiente: las antiguas señas de pertenencia ya no bastan. Que esto no es necesariamente equiparable a la filantropía cosmopolita que suele relacionarse con la etiqueta "ciudadano del mundo" se evidencia en el hecho mismo de que para nuestro "gestor global" la política sea asunto de los días electorales, aunque, al mismo tiempo, se movilice en contra de los inmigrantes. Incluso él, actor y beneficiario de la globalización, se considera parte del reflejo antiglobalizador dominante que se pone a la defensiva frente a la "superioridad de los extraños".

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Las cosas que aquí se intentan compatibilizar no son precisamente compatibles. Pues las señas de identidad que se afirman no cuadran con la composición fragmentaria que se despliega ante el oyente con el tono enérgico de íntima convicción. Nuestro ciudadano del mundo danés, con sus exabruptos xenófobos, se sirve de las ruinas históricas de las formaciones identitarias (que en tiempos se pensaron y vivieron de forma excluyente) del mismo modo que el cubismo o el expresionismo se sirvieron de las ruinas del realismo o del clasicismo.

Esto acaba con una de las premisas que antes subyacían al pensamiento y a la acción: no sólo en la sociología clásica, sino también en la sociobiología y en las teorías etnológicas sobre la agresión y el conflicto domina el pensamiento en categorías excluyentes. El modo de distinción excluyente se considera un principio necesario desde el punto de vista antropológico, biológico, sociológico, politológico y lógico, un principio que, más allá de todo falso idealismo, impone la delimitación entre grupos de todo tipo: etnias, naciones, religiones, clases, familias. Según se argumenta, quien desatienda esta lógica con su fe ingenua en la bondad de su causa provoca la agresión. Así ha conservado hasta hoy su sangriento poder, incluso en el núcleo mismo de las ciencias sociales, la leyenda que afirma que es necesario limitar y delimitar lo propio frente a lo extraño para que sean posibles la identidad, la política, la sociedad, la comunidad y la democracia. A esta teoría se le podría denominar la teoría de la identidad territorial excluyente, que supone un espacio consolidado mediante cercados mentales, espacio que permite la formación de la autoconciencia y la integración social.

Esta metateoría de la identidad, la sociedad y la política es empíricamente falsa. Ha surgido en el contexto de las sociedades y Estados de la primera modernidad, delimitados territorialmente, y universaliza como nacionalismo metodológico esta experiencia histórica, convirtiéndola en la "lógica" de lo social y político. Por ejemplo, el sufrimiento de las personas en otras zonas y culturas del mundo ya no está sujeto al esquema amigo-enemigo. Quien pregunte de qué se nutre la protesta global contra la guerra de Irak se topará con la empatía cosmopolita: los manifestantes son impulsados por lo que podría denominarse globalización de las emociones. Se sabe que el siglo XX nos ha deparado un increíble perfeccionamiento de los sistemas de armamento. Hemos aprendido que se sigue matando y muriendo mucho después de que se hayan firmado los tratados de paz. Este conocimiento va a la par con la capacidad y disposición -cuyo surgimiento no debe poco a los medios de comunicación- a ponerse en el lugar de los otros, de las víctimas. No cabe duda de que esas lágrimas que derramamos en el sillón desde que vemos una película o la televisión son provocadas por los trucos de Hollywood o la escenificación de las noticias. Sin embargo, eso no cambia en nada el hecho de que los espacios de nuestra integración emocional se han ampliado, transnacionalizado. Cuando civiles y niños sufren y mueren en Israel, Palestina, Irak o África, y este sufrimiento se presenta en imágenes conmovedoras en los medios de comunicación, surge una compasión cosmopolita que obliga a actuar.

En cualquier caso, sería un error capital suponer que la empatía cosmopolita sustituye a la empatía nacional. Más bien, una impregna, complementa, modifica y colorea a la otra. Construir una falsa oposición entre lo nacional y lo transnacional conduciría a un interminable encadenamiento de malentendidos. De hecho, lo transnacional y lo cosmopolita deberían entenderse como integración de la redefinición de lo nacional y lo local. Pero esto no cambia en nada el hecho de que la teoría territorial de la identidad sea un error sangriento, que cabría denominar como error de la prisión de la identidad. No se debe separar y organizar a las personas unas contra otras para que sean conscientes de sí mismas y puedan actuar políticamente.

Para explicar esto consideremos el surgimiento de formas transnacionales de vida a través de la mediación de los medios de comunicación. Tampoco aquí se supera el ámbito nacional. Pero las bases de las industrias de los medios de comunicación y de las culturas se han transformado de forma espectacular, al mismo tiempo que han surgido toda clase de interrelaciones y confrontaciones transnacionales. Como consecuencia de esto, los vínculos culturales, las lealtades y las identidades desbordan las fronteras y los controles nacionales. Individuos y grupos que eligen canales transnacionales de televisión y consumen sus emisiones viven tanto aquí como allí. ¿Cómo pueden describir los sociólogos a transmigrantes de habla turca y alemana, que, aunque viven en Berlín, no sólo residen allí sino también en redes, horizontes de esperanza, ambiciones y contradicciones transnacionales? En el nacionalismo metodológico, las formas inclusivas de vida turco-alemanas se sitúan y analizan en uno u otro marco de referencia nacional, lo que les priva de su carácter inclusivo. De este modo se les presenta como "desarraigados", "desintegrados", "apátridas", "nadando culturalmente entre dos aguas"; es decir, se les describe con atributos negativos que denotan carencias, atributos que presuponen la mirada unitaria mononacionalista.

Como contraimagen de la teoría carcelaria territorial de la identidad, la sociedad y la política cabría mencionar, provisionalmente, cinco principios constitutivos mutuamente relacionados que remiten a un paisaje identitario transnacional:

1. El principio de la experiencia de crisis de la sociedad mundial, es decir, de la "comunidad civilizatoria de destino" percibida a través de los riesgos y crisis globales, que supera las fronteras entre lo interior y lo exterior, entre nosotros y ellos, entre lo nacional y lo internacional.

2. El principio del reconocimiento de las diferencias de la sociedad mundial y del carácter conflictivo de esa sociedad que se deriva de ellas, así como la (limitada) curiosidad por la alteridad de los otros.

3. El principio de la empatía cosmopolita y del cambio de perspectiva, y con ellos, de la intercambiabilidad virtual de las situaciones (como oportunidad y como amenaza).

4. El principio de la imposibilidad de vivir en una sociedad mundial sin fronteras y el afán, derivado de tal imposibilidad, de trazar y establecer nuevas/antiguas fronteras y muros.

5. El principio de mestizaje, es decir, las culturas y tradiciones locales, nacionales, étnicas, religiosas y cosmopolitas se interpenetran, relacionan y mezclan: el cosmopolitismo sin provincialismo es vacío, el provincialismo sin cosmopolitismo es ciego.

En cierto modo, ya Alexis de Tocqueville (aunque en referencia a los Estados Unidos posestamentales, democráticos) empezó la exploración de este paisaje identitario: "Como todos los hombres piensan y sienten casi del mismo modo, todos ellos pueden juzgar en un momento las sensaciones del resto; uno echa un rápido vistazo sobre sí mismo y eso basta. No hay miseria que no pueda penetrar sin dificultad, y un instinto secreto le revela su extensión. No importa que quienes sufran sean extraños o enemigos; la imaginación le pone en su lugar; algo semejante a un sentimiento personal se mezcla con su piedad y le hace sufrir a él mismo cuando el cuerpo de su prójimo es torturado".

En la constelación posnacional es necesario definir y fijar las diferencias, oposiciones y fronteras en el conocimiento de la semejanza fundamental de los otros. Las fronteras con los otros dejan de ser bloqueadas y oscurecidas por la desemejanza ontológica, haciéndose transparentes. Esta semejanza irrenunciable abre un ámbito de empatía y agresión difícilmente delimitable. De una se deriva la compasión; de la otra, el odio. La compasión, porque el otro (que ha dejado de ser desemejante) está presente en el propio sentimiento, en la propia vivencia: la autoobservación y la observación de lo ajeno dejan de ser mutuamente excluyentes. El odio, porque aquí se derrumban los muros de la ignorancia y la enemistad institucionalizadas que habían protegido mi propio mundo. Cuando las distinciones y dicotomías aparentemente eternas devienen estériles, no se sostienen, se disuelven y entremezclan, cuando el mundo se convierte en un "manicomio babilónico" (Robert Musil), cuando ni el Estado ni la nación pueden ya ordenar y controlar, como fetiches de la época, la vida y la convivencia humana, queda en manos de las personas recomponer por sí mismos su mosaico identitario, sus lazos. En todo caso, éste es un pobre consuelo. Por más que la interpretación predominante de la identidad apunte precisamente a eso, no podemos darnos por satisfechos dejando a miles de millones de desorientados a solas con la elección entre una desmedida perseverancia en su identidad (fundamentalismo) o la renuncia a ella (lo que podríamos denominar suicidio cultural). Si no se alienta a nuestros contemporáneos a reconocer y afirmar la variedad de las fibras tradicionales entretejidas en su propia identidad, si no aprenden a valorar hasta qué punto las diversas culturas -en la alimentación, la música, el fútbol, etcétera- hace mucho que han pasado a formar parte integrante de su propia vida, estaremos en el mejor camino para universalizar el sentimiento de haber sido expulsados de nuestra patria..., con los consiguientes brotes "naturales" de odio y violencia.

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