Chantaje con moralina

Planteado como un tenso, angustioso tour de force realizado a la vista del público, algo así como si a Antonio Mercero se le hubiese ocurrido situar La cabina en medio de Manhattan, Última llamada es una película de escenario prácticamente único: una cabina de teléfono en la que un criminal tiene sitiado a un desaprensivo representante artístico. Durante su casi hora y media de duración, el bueno de Farrell no se mueve más allá del radio de unos metros del dichoso teléfono público: convengamos en que si el espectador no se larga al cuarto de hora es en parte por la fuerza y la presencia del actor.

Aunque no sólo por ello. También tiene algo que decir Larry Cohen, guionista y ocasional director que lleva más de cuarenta años inventando tramas y que aquí firma esta historia tortuosa y torturada; y hasta Joel Schumacher, funcional y discreto, tan carente de un estilo propio como para plegarse a lo que para él han escrito. Entre todos ayudan a hacer llevadero el largo asedio, salpicado de cambios de rumbo, apariciones de personajes y una tensión que en pocos momentos desciende.

La lástima es que este material, hábilmente estrenado en medio del desierto del Sáhara, al que nos avoca este verano inaudito, no sepa desprenderse de los tiempos que corren y convierta lo que parece un puro ejercicio de narración, un juego constante con el suspense, en un repelente mensaje moralista. Porque todo lo que le ocurre a Farrell se debe, más de que porque sea un mal tipo, porque está a punto, sólo a punto, de serle infiel a su santa. Y en estos tiempos es ése un pecado lisa y llanamente imperdonable. Lamentable.