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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Eduardo Arroyo recrea la historia

De la mano del escritor Jorge Semprún, el pintor madrileño ofrece en la ciudad de Dunkerque dos exposiciones que muestran su revisión de la memoria. El artista interpreta diferentes épocas a través de sus símbolos.

El 25 de junio de 1658 la ciudad francesa de Dunkerque, situada entre el mar y la frontera de Bélgica, cambió tres veces de país propietario en apenas unas horas: se despertó española, almorzó siendo francesa y se acostó inglesa, cosas de aquella guerra que acabó en el Tratado de los Pirineos. Ese destino excepcional de ciudad fronteriza, en un punto de fractura de diversas religiones, lenguas y culturas, es el que ahora intenta potenciar su Ayuntamiento como símbolo de Europa. Para celebrar una Primera semana cultural europea han dado carta blanca a Jorge Semprún, que ha escogido a Eduardo Arroyo como emblema de la creatividad europea.

Dos exposiciones de Arroyo -abierta una hasta el 28 de septiembre y la otra hasta el 15 de octubre- sirven para ilustrar la manera de trabajar del pintor y su constante juego con el tiempo, con la memoria colectiva, con los signos representativos de cada época o clase.

El pintor trabaja sobre el pasado para comentarlo desde una perspectiva actual
Arroyo fabrica sus imágenes a partir de elementos múltiples de la realidad, ajeno "a esa tendencia" que sólo valoraba gesto y color
En otro museo, especializado en dibujos y estampas, se presenta la serie 'Suite Senefelder' que se compone de 102 litografías

En las dos muestras, Arroyo trabaja sobre el pasado para comentarlo desde una perspectiva actual, pero la manera de proceder es distinta en uno y otro caso. El Museo de Bellas Artes de la ciudad le ha propuesto servirse de la obra expuesta en sus paredes. Arroyo actualiza de manera muy personal la tradición de la pintura

histórica, es decir, esas grandes composiciones que pretendían fijar para la eternidad una visión canónica de un momento considerado significativo de la historia de un país, una familia o una religión. El pintor madrileño, que siempre ha dicho "detestar la pintura y los pintores oficiales", ha querido confrontarse a un San Jerónimo rezando de la escuela flamenca del XVII y a una tela de Hyacinthe Rigaud que presenta a un joven negro sosteniendo un arco. Éste le ha permitido rescatar un personaje muy querido por Arroyo, el boxeador Panamá Al Brown, mientras la primera ha sido objeto de un desmontaje irónico. Sobre Panamá Al Brown, atleta formidable, homosexual y compañero de Jean Cocteau entre 1935 y 1937, Arroyo no sólo ha pintado, sino que también ha escrito una magnífica biografía para contar las andanzas de un púgil que tenía en su rincón, en el ring, una botella de champaña con la que refrescarse entre asalto y asalto. "Devoró la vida y la vida le devoró", concluye el pintor. Ese mismo proceso de revisión sirve para que Guillermo Tell se encuentre asaeteando a san Sebastián o Don Juan Tenorio se convierta en un mito para turistas dispuestos a visitar The Laurel's Inn, la famosa posada que se ofrece a nuestra mirada en inglés, francés, italiano y español, como un reclamo destinado a incitar el consumo de tapas y pinchos en una España que, una vez más, es presentada como "el paraíso de las moscas".

Otra de las grandes telas "de Historia" ideadas por Arroyo evoca el 11 de septiembre del 2001 confrontando un Mickey Mouse encadenado a un asno, un símbolo del capitalismo triunfante, un ratoncillo antropormorfizado y esclavizado, a un símbolo de la pobreza. "Se trata de una confrontación entre Oriente y Occidente y, si no se hubiesen hundido las Torres Gemelas, es posible que no lo hubiese pintado" dice Eduardo Arroyo.

"Pongo frente a frente dos mundos fatigados que me han hecho pensar en la guerra de los mundos de Orson Welles. El asno representa el islam, y Mickey Mouse, América. El asno es el animal más próximo a la pobreza, y no creo que tenga que dar más explicaciones. El cuadro presenta dos imágenes contrapuestas, en una vía para contar esa confrontación entre dos mundos y dos maneras de vivir". Lector confeso y asiduo de prensa, Arroyo, hoy invitado por los museos más importantes, ha comentado más de una vez la transformación "de un mundo del arte del que antes vivían tres personas -el fabricante de los materiales, el marchante y el artista- y que hoy moviliza a más de setenta, desde los funcionarios del museo, los comisarios de las exposiciones, los fotógrafos, los responsables de prensa, documentalistas, transportistas y agentes de seguros".

En otro museo, especializado en dibujos y estampas, se presenta la llamada Suite

Senefelder, las 102 litografías que Arroyo realizó entre 1993 y 1996 a partir de piedras litográficas utilizadas antes por otros artistas.

El comentario y el pastiche siguen siendo el motor que pone en marcha el ingenio de Arroyo, que se mueve con comodidad entre todos los estilos sin perder nunca el suyo. "Esas imágenes de antaño, prisioneras en la superficie de las piedras, en general relacionadas con encargos publicitarios, con destino a planchas escolares, a imágenes piadosas o a temas decorativos... son obra de diseñadores anónimos a menudo mal conservadas, deterioradas, las que han puesto en marcha en mi interior las ganas de retrabajarlas. Borro ciertos fragmentos, restauro otros, añado motivos. Actúo con la complicidad divertida de los impresores, que generosamente me han abierto sus talleres para que me dedicase al pillaje de esos tesoros", explica. Arroyo precisa que su iniciativa es un homenaje a Senefelder por ser el inventor de la técnica litográfica y a Picasso porque éste, en su día, también quiso crear a partir del pie forzado del rastro del trabajo previo de otros. En definitiva, una variación de la máxima orsiana que asegura que "todo lo que no es tradición es plagio".

Líder de un movimiento en su día bautizado como "figuración narrativa", Arroyo fabrica sus imágenes a partir de elementos múltiples de la realidad, ajeno "a esa tendencia que sólo valoraba el gesto y el color". No se trata de un menosprecio de la abstracción, "sino de esa voluntad de llevar el arte al terreno de lo sublime". De ahí que hoy su reivindicación de la "pintura de Historia" y, más simplemente, de la pintura, del cuadro, los pinceles y los tubos de pintura, tenga algo de sana provocación "en un mundillo en el que los comisarios y conservadores, cuando ven una pintura, tuercen el gesto y apartan la mirada". Una opción coherente para quien, en 1965, a través de Fin

tragique, de Marcel Duchamp, y en compañía de Aillaud y Recalcati, ya se burlaba de esos artistas "para quien crear consiste en firmar sin trabajar, cuando yo creo que más bien se trataría de lo contrario, de trabajar sin firmar".

El cuadro <i>Don Juan Tenorio</i>, de 320 por 420 centímetros, pintado por Eduardo Arroyo en 2002.
El cuadro Don Juan Tenorio, de 320 por 420 centímetros, pintado por Eduardo Arroyo en 2002.
El óleo <i>La guerra de los mundos, </i><b>de 200 por 530 centímetros, de</b> Eduardo Arroyo (2002).
El óleo La guerra de los mundos, de 200 por 530 centímetros, de Eduardo Arroyo (2002).

Saura y la historia de España

Si el pintor Eduardo Arroyo y su "figuración narrativa" supusieron en su día tanto una ruptura con una abstracción que se repetía y un paso adelante crítico respecto a un pop que se complacía en la irrisión, otro pintor, Antonio Saura, también ha sido elegido por Jorge Semprún para que, a través de 16 litografías realizadas en el año 1964, les cuente a los fronterizos de Dunkerque la historia de España a través de una serie de retratos imaginarios de expresionismo desgarrado, como son los de Isabel la Católica vista como un rostro tan blando como un queso camembert, el del siniestro inquisidor Torquemada, el de un Caudillo enano tan ridículo como malvado o el de un muy católico Felipe II.

Es una manera de comentar el pasado y de hacerlo a través de un espacio que el pintor decía "abierto a una venganza personal".

Semprún también propuso a Dunkerque otras maneras de abordar la realidad europea. Políticos y filósofos fueron invitados a debatir sobre la huidiza identidad del continente, una orquesta británica compartió la principal plaza pública de la ciudad con los castellers de Vilafranca del Penedès, mientras que la coreografía de Blanca Li coexistió con películas fundadoras de Fritz Lang o Jean Renoir.

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