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Tribuna
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Sobre la defensa de la UE

I. Como consecuencia del resultado de la II Guerra Mundial y el inicio de la guerra fría, la defensa estratégica de Europa occidental permaneció bajo la tutela de EE UU a través de la OTAN. Esta situación se justificaba por la amenaza que podía suponer la existencia del bloque soviético y la propia debilidad política y militar de Europa, con Alemania dividida. La devastación que sufrió el continente y la carencia de una unidad política europea impedían una defensa común autónoma. Conviene recordar el fracaso que sufrió el tratado para una Comunidad Europea de la Defensa, cuando el 30 de agosto de 1954 la Asamblea Nacional francesa lo rechazó por 319 votos contra 264 al son de La Marsellesa. Estaban demasiado frescas las heridas de la guerra; el rearme de Alemania era algo impensable y deberían transcurrir varias décadas antes de que tropas alemanas pudiesen desfilar bajo el parisino Arco del Triunfo sin que se revolviesen las tripas de los franceses. En realidad, había sido un intento de empezar la casa por el tejado cuando los países europeos estaban enfrascados en sus guerras coloniales con sus ejércitos nacionales. Pero la situación ha cambiado radicalmente. Europa ha dejado atrás sus aventuras coloniales al estilo clásico; ha desaparecido la URSS, y con ella, la lógica de la guerra fría; se ha producido la reunificación de Alemania y los confines de la UE llegan hasta Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Turquía. Y lo que es más determinante, la UE ha dado pasos decisivos en la integración económica y monetaria, y está a punto de dotarse de una Constitución política. Al mismo tiempo, EE UU, bajo la Administración de Bush, se ha dotado de una doctrina de seguridad nacional basada en el unilateralismo, la guerra preventiva y la hegemonía permanente. Es decir, el Gobierno de Bush pretende elevar el interés nacional de EE UU a la categoría de interés universal. La plasmación práctica de esta doctrina ha sido la guerra de Irak al margen del mandato de la ONU. Experiencia que ha sido rechazada por la mayoría de las opiniones públicas europeas, aunque no por todos los gobiernos. A partir de aquí se ha planteado con claridad el trascendental debate sobre la seguridad y defensa de la Unión Europea.

II. Las cuestiones de la defensa no se pueden abordar al margen de la política exterior y de seguridad, y viceversa. Se sostiene con razón que no hay política exterior seria sin una capacidad de defensa creíble y autónoma, pues de lo contrario se acaba haciendo la política de la potencia de quien se depende. Pero es igualmente cierto que no puede haber defensa integrada si no hay objetivos de política exterior también comunes. Estamos, pues, ante una relación dinámica o dialéctica entre los objetivos exteriores, la seguridad y la defensa, que afectan al núcleo central de la soberanía de los Estados, y de ahí la dificultad de su definición y aplicación práctica. Podríamos convenir que un sujeto "político" con intereses globales como la UE, con una moneda propia, no puede seguir más tiempo sin una política exterior, de seguridad y defensa autónoma. Es francamente disfuncional que una entidad de este calibre y ante los retos que hay que afrontar mantenga 25 ejércitos nacionales, bastante inútiles considerados aisladamente. Ahora bien, ¿existen objetivos comunes de la UE en política exterior? Si nos fijásemos sólo en la más reciente guerra de Irak, tendríamos que responder que no. No obstante, un análisis más amplio nos debería conducir a una conclusión menos pesimista. La UE no tiene que caer en la pretensión de convertirse, a largo plazo, en una potencia hegemónica, sino en un factor de equilibrio, que basa su actuación en la prevención y solución pacífica de los conflictos, en el respeto a la legalidad internacional y el rechazo de las guerras preventivas; en el multilateralismo y la cooperación, y, en consecuencia, es contraria a posiciones unilaterales y a concepciones hegemónicas en las relaciones exteriores. Su método debe centrarse en la ayuda al desarrollo, en la extensión del bienestar y la democracia, en la defensa de los derechos humanos y en mantener estrechas relaciones con otras culturas y civilizaciones. Éstos son los principios que deberían inspirar la política exterior de la UE y que no coinciden necesariamente con los que hoy imperan en la Administración de Bush.

Lo anterior supone dedicar una atención especial a sus fronteras naturales. En el sur, a los países árabes, africanos y a Oriente Próximo; en el este, a los países balcánicos, Rusia y Ucrania, y en el oeste, a América Latina. No hay nada que contribuya más a la seguridad de una entidad política que la estabilidad, la libertad y el bienestar de sus vecinos. Una prioridad de esa política debería consistir en potenciar el papel de Naciones Unidas como único árbitro legítimo en la solución de los conflictos, democratizando la institución y dotándola de los medios necesarios para que sus resoluciones se cumplan. No es de recibo que sólo se lleven a cabo aquellas que a EE UU le interesan. Toda legalidad exige un poder de coerción, y éste, a nivel global, debe estar incardinado en el Consejo de Seguridad de la ONU. Lo contrario es la ley del más fuerte, esto es, la ley de la selva. Es cierto que existen nuevas y viejas amenazas para la paz y la estabilidad en el mundo: el terrorismo global, la proliferación de armas de destrucción masiva. Pero, si tuviese que señalar las amenazas más graves para la UE, que están en la base de las demás, las situaría en la miseria física y educativa de la mayoría de los seres humanos, en la carencia de democracia y en la creciente amenaza al medio ambiente. Sería un error que la UE basase su seguridad en un concepto exclusivamente militar. Para nuestra seguridad es más decisivo un arreglo político al conflicto de Oriente Próximo o un desarrollo del bienestar y la democracia en los países árabes que multiplicar los gastos militares, aunque la UE tiene que transformarse en una potencia en seguridad. Está demostrado que hoy día la seguridad no se consigue a bombazo limpio. La guerra de Irak ha acrecentado el terrorismo, el odio al ocupante, la humillación de los árabes. La UE debería apostar por una concepción de la seguridad más inteligente, articulada y eficaz, basada en ayudas masivas al desarrollo de ciertas áreas fronterizas, al intercambio equitativo de bienes y personas, con un gran acuerdo sobre inmigración a nivel europeo, por estrechos intercambios culturales, así como a servicios eficaces en información e inteligencia, la cooperación policial y judicial, sistemas articulados de prevención de conflictos y fuerzas de interposición bajo mandato de Naciones Unidas.

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III. La UE necesita una Política Exterior de Seguridad y Defensa (PESD) autónoma y a lavez asociada a EE UU, aunque no sólo a EE UU. También a Rusia y, en el futuro, a otras potencias emergentes como China, India o Brasil. Es falso el dilema atlantismo-europeísmo. El fortalecimiento de la autonomía europea no tiene por qué ir en detrimento de la relación trasatlántica, siempre que esa alianza se conciba entre iguales y no como una relación de subordinación. Es cierto que una conexión entre socios solventes, como la que preconizamos, no sólo debilita, sino que supera la actual relación de supeditación que se vive en la OTAN. Hay quien no ha superado la mentalidad de la guerra fría y sigue pensando que la seguridad de la UE depende de EE UU. Esta visión ya no es real, porque, desde el punto de vista de la relación entre Estados, ¿quién amenaza a Europa? ¿Acaso Rusia, que ya es un socio y no un enemigo?, ¿o se están refiriendo los que así piensan a Corea del Norte, Libia, Irán o Siria? Seamos serios, ninguno de estos países es una amenaza militar para Europa. Las amenazas son de otro tipo, y para hacer frente a las mismas (terrorismo global, proliferación de armas, lucha contra la miseria y la enfermedad, medio ambiente, etcétera) es necesaria una estrecha colaboración con EE UU -y no sólo con los americanos-, siempre que éstos dejen colaborar y no pretendan, como ahora, imponer su criterio y que los demás obedezcan. Soy partidario de las mejores relaciones con EE UU, pero eso no debe ser un obstáculo para que la UE se dote de una PESD autónoma, por la sencilla razón de que no siempre coincidiremos con los americanos y porque tenemos nuestros propios intereses y prioridades en política exterior como ellos tienen los suyos. La peregrina idea de que la Unión tiene que basar su seguridad y defensa sólo en la OTAN no puede sostenerse por más tiempo. Es una teoría vieja que no tiene en cuenta dos grandes transformaciones: el fin de la guerra fría y la construcción política de Europa. La OTAN debe seguir existiendo -transformada- como instrumento de la relación trasatlántica entre socios, y eso sólo es posible fortaleciendo el pilar europeo de esa alianza. Cuando algunos países -Francia, Alemania, Bélgica, Grecia, Luxemburgo- pretenden avanzar en el terreno de la defensa europea, se les critica aduciendo que eso supone duplicar esfuerzos, pues ya está la OTAN, lo que significa que no se ha entendido nada.

IV. Cuando se plantea la necesidad de una PESD autónoma, siempre se aducen los mismos argumentos en contra: que la UE es débil militarmente; que gasta poco en defensa; que no se puede comparar con EE UU; que para gastar más debería detraer fondos de gastos sociales y los ciudadanos se opondrían, etcétera. Argumentos que no aguantan un análisis serio de la realidad. La UE no es tan débil en el terreno militar, su problema es que no tiene ensambladas unas Fuerzas Armadas. Es cierto que no gasta ni la mitad que EE UU, pero ¿es que acaso pretendemos entrar en confrontación con EE UU en el terreno militar? En este momento, si la UE unificara sus presupuestos y capacidades militares, sería la segunda potencia militar del mundo. Si sumamos los gastos militares de los actuales 15 países de la UE, estaríamos en 175.000 millones de dólares constantes de 1998, mientras Rusia gastó 44.000 millones de dólares; es decir, cuatro veces más que Rusia y seis veces más que China, que son las potencias siguientes. En armas convencionales, la UE tiene, en 2001, el doble de tanques, el doble de artillería, un 40% más de aviones de combate, el doble de helicópteros y medio millón más de soldados que Rusia, que sería la tercera, en este tipo de armas. En el año 2000, EE UU vendió el 60% de todas las armas producidas, y la UE, el 30%, y esta última posee la 3ª, la 7ª y la 8ª industria de armas más importante del mundo. Se podría argüir, con razón, que Rusia es superior en armas atómicas. Pero también es cierto que tanto EE UU como, sobre todo, Rusia piensan reducir su arsenal de armas nucleares (en el caso de la segunda, a unas 1.500 ojivas nucleares y a 500 ICBM), mientras la suma de Francia y Gran Bretaña alcanzaría 533 armas nucleares estratégicas, lo que supone una fuerza de disuasión no desdeñable. Como bien señala un estudio del US General Accounting Office de 2001, la seguridad de la posguerra fría se basa en nuevos criterios: menos fuerza militar y mayor énfasis en contribuciones no militares como asistencia al desarrollo, organizaciones multilaterales para la prevención de conflictos, mecanismos más precisos de información e inteligencia.

En mi opinión, la clave estaría, en una primera fase, en optimizar el uso de los medios disponibles por la vía de una cooperación reforzada y, en una fase posterior, en la unificación creciente de las capacidades militares. Ello supone poner a disposición de la Fuerza de Reacción Rápida (FRRE) más fuerzas y capacidades nacionales y emplear métodos multinacionales para la producción, financiación, adquisición y gestión de instrumentos militares. En esta dirección es determinante la creación de una Agencia Europea de Armamento, homologar los sistemas de armas, tirar hacia delante con el proyecto de un gran avión de transporte europeo (el 196 A400M) fabricado por EADS, lo que otorgaría autonomía de despliegue a la FRRE. Lo mismo podría decirse de las insuficiencias actuales en satélites, en balística, en I+D, en el despliegue de fuerzas pensando en la defensa europea como un todo, o en mandos unificados autónomos. El problema militar de la UE no es tanto la falta de medios, puesto que un presupuesto consolidado de 175.000 millones de dólares es una cifra muy considerable, sólo superada por EE UU. La cuestión es que hay que cambiar de mentalidad y pensar no tanto en 25 ejércitos nacionales, sino en unas Fuerzas Armadas europeas potentes que garanticen la seguridad de todos mediante una cláusula de asistencia mutua automática similar al artículo 5 del Tratado de la OTAN. Ya sé que lo anterior puede sonar a utopía, que sería necesario que se diese una serie de precondiciones que hoy no se dan. Por ejemplo, que el Reino Unido estuviese por la labor, y eso parece lejano. No obstante, soy optimista a medio plazo. No hay que olvidar que en la Declaración anglofrancesa de Saint-Malo se decía que la Unión debía tener la capacidad para acciones autónomas, sostenida en fuerzas militares creíbles, con medios para decidir el uso de las mismas y la suficiente preparación para hacerlo, en orden a responder a crisis internacionales. Para alcanzar ese objetivo, la Unión tiene un problema de voluntad política y de racionalización de gastos en defensa. No se trata, repito, de aumentar los gastos militares, aunque algún país -por ejemplo, España- debería hacer un esfuerzo mayor del que hace. Comparto la opinión de los que señalan que nuestras insuficiencias están en transporte aéreo y naval pesado con capacidad de despliegue rápido; sistemas de mando y control a varios niveles; problemas asociados a cooperación en inteligencia; movilidad estratégica; formación y entrenamiento; I+D y cooperación industrial. Es falso, por tanto, que tengamos que equipararnos en gasto militar a EE UU. Hay que conseguir, por el contrario, que los americanos reduzcan sus gastos militares, y eso lo harán el día que no puedan sufragar su inmenso déficit a costa del resto de los mortales.

V. Al afectar al núcleo de la soberanía nacional, la PESD plantea una cuestión delicada a la hora de definir cómo y quién toma las decisiones en esta materia. Mi opinión es que, en el plano operativo, las últimas decisiones deben corresponder al Consejo Europeo, que las aplicaría a través del presidente del Consejo y el alto representante, a los que rendiría cuentas el mando militar de la operación de que se trate. Se debería garantizar igualmente formas de control por parte del Parlamento Europeo. En una Unión a 25 miembros, dejar al criterio de la unanimidad el inicio de una operación militar es tanto como condenarse a la inacción. Tampoco se trata de decidir por mayoría acciones que pueden poner en peligro la vida de soldados y ciudadanos. Para solventar esta contradicción convendría acudir a dos métodos que han sido utilizados en la Unión para otros temas no menos delicados: la abstención constructiva y la cooperación reforzada. A ningún Estado se le puede obligar a participar en una acción militar si no lo desea. Pero tampoco es aceptable que la negativa de uno o varios Estados paralice la voluntad del conjunto. La futura Constitución europea debería prever la posibilidad de que los países que lo deseen puedan crear una "eurozona de defensa" que cuente con fuerzas predeterminadas, capacidad de mando y control integrados, grado de preparación adecuado y capacidad de despliegue.

El interés de España está en contribuir a la creación de unas Fuerzas Armadas europeas cada vez más integradas y eficaces. Las posibles amenazas y retos que nuestro país pueda afrontar en el futuro son retos y amenazas de alcance europeo, o por lo menos habría que garantizar que así lo fuesen. No se trataría, como puede comprenderse, de que el Estado español deje de controlar sus Fuerzas Armadas, sino de que éstas sean de naturaleza que les permita actuar en acciones comunes y propias cuando la situación lo requiera. No creo, por tanto, que sea fructífero debatir sobre si la Unión debe o no ser una potencia militar -porque en mi criterio tiene los ingredientes para serlo-, o si se tardará más o menos tiempo en que Europa tenga unas Fuerzas Armadas. Lo importante es que se den los pasos en la buena dirección, y la Unión pueda contar en un plazo razonable con los instrumentos defensivos adecuados para hacer creíble una PESD autónoma y convertirse así en un auténtico sujeto político global que contribuya a promover sus valores fundamentales, defender sus intereses comunes e impulsar el objetivo de la paz, la seguridad y el desarrollo sostenible en el mundo.

Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas.

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