_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Esa enfermedad

Ana Palacio

Recibo un telegrama en el que el portavoz del PSOE y candidato a la alcaldía de Valencia me pide disculpas por lo que califica de "infortunado comentario efectuado en el pleno del Ayuntamiento" el pasado 29 de marzo, y me indica no estar "en su ánimo, en ningún momento, ofenderme". Y, como la intervención se realizó en un foro público, y, además, el mismo señor Rubio ha sido prolijo en declaraciones sobre este asunto a los medios de comunicación a lo largo de estos días, me ha parecido oportuno realizar, también con publicidad, los siguientes comentarios.

Permítame comenzar por dejar claro que sus manifestaciones se basaron en la burda manipulación de unas palabras mías sacadas de contexto: la respuesta a una pregunta sobre las consecuencias económicas de los primeros días de la intervención militar en Irak dada en el marco de una larga entrevista, constatando unos datos objetivos, fue tergiversada para sustentar la miserable afirmación que yo estaba "justificando una matanza de inocentes por la subida de la Bolsa o la bajada del precio de la gasolina" (sic).

Pero usted no me pide disculpas por esta evidente manipulación. Usted se disculpa por su afirmación posterior de que yo podría padecer "secuelas mentales" tras mi "enfermedad".

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

En primer lugar, esa enfermedad, señor Rubio, se llama cáncer. Y sí, cuando el presidente del Gobierno me confió la responsabilidad de la Cartera Ministerial de Exteriores, tuvo el valor, la decisión y la lucidez de enfrentarse a un prejuicio social muy arraigado, a una mentalidad -de la que usted lamentablemente participa- que Susan Sontag desmenuza en su ensayo La enfermedad como metáfora. Una mentalidad que no es capaz de encarar la amenaza cierta de un mal que de la noche a la mañana sitúa a quien lo padece en el umbral de la muerte. Y desafió, asimismo, la postura de quienes, pretendiendo conjurar, ignorándolo, el sufrimiento que el cáncer conlleva, se niegan incluso a nombrar la enfermedad para no verse obligados a reconocer su existencia. En palabras de Susan Sontag: "La manera más verdadera de contemplar la enfermedad -la manera más saludable de estar enfermo- es la más resistente al pensamiento metafórico, la más liberada del mismo".

La señal social de valoración, de inclusión y de comunidad que el presidente del Gobierno lanzó a nuestra sociedad ha sido una muestra de coraje cívico a favor de los miles de conciudadanos nuestros que personalmente o a través de familiares o amigos sufren este latente pero omnipresente rechazo.

En segundo lugar, su observación "esta mujer, pobre mujer, tuvo una enfermedad y le han quedado secuelas mentales" no me ha ofendido, señor Rubio. Porque vivir un cáncer es una aventura personal extraordinaria. Una experiencia a la vez íntima y social que transforma radicalmente a quien pasa por ella. Disfrutar o padecer cada momento con la conciencia de su carácter único; enfrentarse al sufrimiento físico y psíquico confiando en que el esfuerzo merezca la pena; interiorizar la cercanía de la familia y los amigos de una manera imposible de imaginar en otras circunstancias; descubrir la solidaridad, la compasión en el sentido etimológico de padecer con y no en la ruin connotación que traslucen sus palabras; todo ello produce una transformación interna que hace valorar la vida propia y ajena como el bien más preciado a la vez que el más frágil. Montaigne, en sus Ensayos lo expresó con una claridad y una intensidad inigualables: "Hay que aprender a sufrir lo que no se puede evitar. Nuestra vida, como la armonía del mundo, está compuesta de contrarios, de diversos tonos, dulces y amargos, agudos y graves; ¿qué sería del músico que no apreciara sino uno de los tipos?, ¿qué podría expresar? Debe saber utilizarlos conjuntamente y mezclarlos. También nosotros debemos hacer lo mismo con los bienes y los males, que son parte integrante de nuestras vidas".

Señor mío, el cáncer es una experiencia fuera de lo común a la que yo, como tantos otros, me he visto abocada tan involuntaria como súbitamente. Y que a nadie deseo. Pero el cáncer es también uno de los pocos viajes iniciáticos en los que es posible aventurarse en nuestra muy racional y organizada sociedad, en la que perdemos precisamente la conciencia de que la vida está tejida de fragilidad. Y no todos los Ulises logran alcanzar Ítaca, y créame que quienes pertenecemos a ese eufemísticamente denominado colectivo de alto riesgo somos plenamente conscientes de ello; pero tal es la esencia de la experiencia. El cáncer es recibir del Rey de los Vientos la bolsa que los contiene todos, excepto el que precisamente a la isla lleva. Es soportar soles abrasadores y tomar pociones mágicas en la esperanza de conseguir vencer a Circe. Es bajar a la morada de Hades.

Un viaje profundamente enriquecedor, señor Rubio, que saca lo mejor de cada uno, que nos enfrenta a nuestros límites, los conocidos y los que nunca imaginamos, a nuestros temores y a nuestras creencias, a nuestras certezas y a nuestras dudas. La persona que resulta de este proceso es alguien distinto de quien lo inició. Al cáncer le es aplicable la bella metáfora que Jaime Gil de Biedma refiere al envejecimiento: "Es igual que de joven / aprender a bailar, plegarse a un ritmo / más insistente que nuestra inexperiencia. / Y procura también cierto instintivo / placer curioso, / una segunda naturaleza".

Una segunda naturaleza en la que desde el sufrimiento propio es más fácil acercarse al ajeno; desde la conciencia de las propias limitaciones se observa el mundo con esa mezcla de empatía y desapego que llamamos lucidez.

Así, señor Rubio, su cínica y pretendidamente hiriente afirmación sobre las secuelas de mi enfermedad, el cáncer, no me ha ofendido; estoy muy orgullosa de las cicatrices que dan fe de mi aventura, y de las secuelas de humanidad y de cercanía con el sufrimiento que el cáncer ha dejado en mí.

Ana Palacio es ministra de Asuntos Exteriores.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_