_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los siervos y la bomba

Los siervos. ¿Qué será de los siervos? De nosotros, ya lo sabemos. Somos hombres inciertos, seguros durante algunos instantes, pero normalmente perplejos, mejor dicho, indecisos, listos para contradecirnos, para enredarnos miserablemente en ese mismo pensamiento que apenas ayer parecía darnos seguridad. Una duda nos persigue: ¿será de verdad así? No, no, ha sido una confusión. E inmediatamente después: ¿y si en cambio fuera verdad? De vez en cuando, aunque es raro, se abre un resquicio: ah, ahora lo comprendemos. Pero mucho más a menudo estamos a oscuras, avanzamos a tientas, todo nos parece insensato; mejor dicho, más que todo, el mundo; mejor dicho, más que el mundo, el universo; mejor dicho, más que el universo, nosotros mismos. Y entonces, dale con las eternas preguntas que en aquel cumpleaños, en un brindis mental con nosotros mismos, nos habíamos prometido no volver a hacernos más. Porque al llegar a cierta edad, ciertas preguntas ya no puedes seguir haciéndotelas, no es serio. Pero ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Qué hago aquí? ¿Y si cambiara todo precisamente ahora? ¿Y si estuviéramos todavía a tiempo? Y si... y si. Con el espejo en esos momentos, ya se sabe, lo mejor es mantener las distancias. No sólo por las ojeras, la mala cara, la expresión estólida de quien se ha dado una carrera con la lengua fuera hasta la parada del autobús, y no es que hubiera perdido el autobús, es que su autobús había sido suprimido. No, es precisamente nuestro rostro el que no nos apetece ver, nos parece detestable. La barbilla apoyada en las manos, los codos sobre la mesa, la mirada perdida más allá de la ventana, mirando a lo lejos sin ver nada: ¿seremos capaces de pasar la tarde? Por si fuera poco, es domingo. ¡Las dudas, qué fatiga! ¡Y en cambio, los siervos, ellos! No deja de ser cierto que existen desde que existe el mundo, inmutables tal y como aparecieron el primer día de la creación, sustraídos por naturaleza a las leyes de la evolución darwiniana, casi como para afirmar la inmutabilidad del Ser; pero hay momentos de la historia en los que abundan, como en ciertas añadas de naranjas, cuando la cosecha es superior al consumo. Tienen en su mano la Historia. Porque, contrariamente a lo que se cree, no son los amos quienes crean a los siervos, son los siervos quienes crean a los amos. Les son necesarios como linfa vital para poder renegar de ellos en el momento oportuno y elegir así otro amo, para renegar de él más tarde y elegir otro y otro más y otra vez, hasta el infinito, así podrán continuar siendo para siempre siervos. Los amos, en cambio, son caducos.

Hace unos días veía en la televisión la manifestación italiana por la paz que la televisión estatal no retransmitió y escuchaba a los comentaristas que estaban llamados a comentarla (por eso se llaman comentaristas). El mundo entero se había echado a las calles, a las plazas de las ciudades, a las más cercanas a nosotros y a las más lejanas, de nombres exóticos, a los trópicos y a las antípodas. Eran millones de personas. Se les veía filmadas desde lo alto y eran como muchos puntitos, parecían hormigas, cuánta gente, pensaba yo, y cada persona una cabeza distinta, como decía mi abuela, y todas aquellas personas estaban allí, todas juntas, en sus diversas ciudades porque pensaban lo mismo. Qué extraño, pensaba yo, piensan todos lo mismo, como por lo demás lo pienso yo también. Y pensaba también que si a uno de aquellos millones de puntitos, a uno cualquiera, estuviera donde estuviera, en Tokio o en París o en Melbourne, le dolía un pie, sentía el mismo dolor que siento yo si me duele un pie; y si estaba afligido porque se le había muerto un pariente o un amigo, sentía exactamente la misma aflicción que he sentido yo cuando se me ha muerto un pariente o un amigo mío; y si se alegraba porque un pariente o un amigo suyo que parecía estar a punto de morir, en cambio, sanaba, sentía la misma alegría que he sentido yo cuando un pariente o un amigo mío que parecía estar a punto de morir sanaba. Y si, llegado el caso, sobre el tejado de su casa pasara una nube radiactiva, estiraría la pata exactamente como la estiraría yo si sobre el tejado de mi casa pasara una nube radiactiva, con los mismos síntomas y las mismas penas corporales. Y eso independientemente del idioma que hable, del color de su piel, de la religión que profese o no profese y de sus costumbres alimenticias. Cosas todas estas que ya sabía, naturalmente, pero que en ese momento sentí como nunca me había ocurrido. Y en ese mismo momento cerré los ojos y vi un Estallido. El Gran Estallido. El Estallido Total. El Estallido Supremo. El Estallido Absoluto. En el resplandor de un instante, el dios destructor aniquilaba aquel mundo que un dios creador había empleado seis días en amasar, como un Big Bang al revés: el Big Flop. Ya no había nadie. Yo tampoco estaba, aunque aún pudiera ver el mundo. Liso, pulido, silencioso, cubierto de talco, aquel mundo mondo de todo iba de vacío en el vacío. De los humanos, ni sombra: millones de años a la basura. O mejor dicho, algunas sombras sobre las piedras, como aquel umbral de mármol que había visto en Hiroshima, donde una persona sorprendida por el Estallido Absoluto, en su licuefacción, dejó en el umbral de su casa la huella de su cuerpo indeleble y transustanciada en el mineral como la huella de una mariposa fósil. Así habíamos acabado todos nosotros: como sombras en las piedras. Y mientras desde el observatorio del más allá yo observaba la Tierra desolada, de repente me asaltó una idea. No, no era posible que todo acabara en la nada. Tal vez hubiera una esperanza: los siervos. Ellos no morirán con nosotros. A su manera están ya muertos, y por tanto son inmunes. Ya se han suicidado, como los kamikazes, cuyo suicidio tiene lugar antes de que hagan estallar su cinturón de explosivos, en el momento en que se lo ponen. Y esta premuerte les asegura una ontológica supervivencia, la misma que les ha hecho imperecederos, desde los asirio-babilonios hasta la era atómica. Y entonces, como traída por una desesperada epifanía, una convicción de esperanza para la Humanidad nació de la visión de las escorias radiactivas. Me puse en pie enérgico, convencido, más humano que nunca. ¡Siervos, oh siervos, he pensado, ánimo, adelante!, ¡la continuación de la especie está en vuestras manos! Ahora comprendo por qué podíais burlaros de quienes temen el Apocalipsis: gracias al Gran Estallido, desintegrándome, me he integrado: el Apocalipsis no es igual para todos. Será sólo parcial, vosotros perpetuaréis la estirpe de Caín. El Juicio Universal no era más que una fábula. Los hombres son eternos. Nuestra eternidad reside en vosotros.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_