_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Y París qué?

Tuvimos suerte algunos de mi generación, si espumamos del pasado las malas partidas y amortizamos los recuerdos ominosos, algo que se puede hacer si uno se lo propone. Conocimos un especial París en los cincuenta-sesenta del siglo anterior, una recuperación asombrosa, el canto del cisne de la metrópoli que para Europa y buena parte de Hispanoamérica fue la referencia, el faro, la meta y el ejemplo. Tuve ocasión, en varios viajes de tránsito, de ver aún el rostro plomizo de la ocupación alemana, las calles desiertas, el Lido sin atracciones -abierto por la voluntad superviviente del Ayuntamiento-, con soldados alemanes tomando un mal café o bebiendo cerveza nacional y pastis. Una ciudad sojuzgada y colaboracionista que, apenas diez años después de haber sido liberada por los aliados, resurgió imponente, creativa, más hermosa que lo que cabía suponer en tiempos del Imperio y los felices veinte que, por supuesto, no conocí.

Sobre aquel esplendor se ha abatido la grisura, el estupor. Amigos franceses de confianza expresan un pesaroso desconsuelo ante esa incontenible decadencia. Ni la creación literaria, artística, de cualquier faceta, el teatro, el cine desprovisto de eco y trascendencia; sin apenas pulso, y roídos por la corrupción, los diarios que indicaron el rumbo de la política continental, adocenados los semanarios señeros, desguarnecido el conjunto de una cultura que allí se acrisolaba y tomaba carta de naturaleza. Todo eso parece, al menos, dormido, inerte, plano. ¿Qué ha pasado con aquel París, con Francia toda? No creo que sean figuraciones mías.

Supongo que hay otros valores distintos que desconozco y no estoy en condiciones de apreciar, pero hoy me dejo llevar por el recuerdo de aquellos fulgores que la ciudad de todas las luces repartía sobre Europa. Madrid era una sucursal provinciana, un remedo surgido de la guerra civil y de la miseria, que copiaba con entusiasmo cuanto de allí nos venía. ¡Ah, el existencialismo! Por las tertulias con sucedáneo de achicoria circulaban con reverencia los nombres de Patricio de la Tour Du Pin, Lanza del Vasto, de quien muchos hablábamos sin haberlos leído; luego, el apogeo existencialista, el presunto camelo de Sartre, a quien visité en el lóbrego piso en la plaza de Saint Germain-des-Prés. Al parecer, su nombre ha suplantado el de la estoica y casi milenaria iglesia. Todo lo copiábamos, lo seguíamos, desde la moda hasta las boîtes, que así llamábamos a los penumbrosos locales de baile, no oficialmente, porque las autoridades competentes quisieron proscribir toda traza extranjerizante del idioma. Las gentes de provincias venían a Madrid, y los de aquí, cuando era posible, íbamos a París para darnos una ducha de modernidad y espíritu. No era fácil, pero quien lo intentaba seriamente podía conseguirlo.

El alma de París, para los españoles de aquellos años, estaba en las calles, en el superviviente urbanismo, el fervor compartido por las terrazas de los cafés, la peregrinación fervorosa a Les deux magots, la incursión al frontero Lipp, el recorrido turístico y bohemio por la Place Pigalle, que parecía centro del ombligo del mundo, algún paseo bajo las arcadas en los jardines del Palacio Real, la plaza de los Vosgos, la sobrecogedora y minúscula plazuela de Fürstenberg, la calle del Sena, Montmartre allá arriba, las familiares escaleras de La Butte... Como si fuera nuestro o de unos parientes ricos. Francia, entonces -aunque Francia entonces era París, nada menos-, nos enviaba literatura, filosofía, dramaturgia, el cine vehemente y las canciones.

Difícilmente puede encontrarse la convergencia de tantos genios de la composición y la interpretación, ni siquiera igualados. La lumbrera de Edith Piaf, el sardónico y sentimental Brassens, la Patachou, Trenet, Léo Ferré, Aznavour, Juliette Greco... Salíamos todos de hondos atascos y aún tarareo en el cuarto de baño uno de los más emocionantes himnos que he oído, el de los "partisanos", entonado por Yves Montand, y no sé si fue algo más que un disco de vinilo. El cine, tan mortecino ahora, tuvo a Truffaut y otros. Competían, con mucho decoro, sus estrellas con el mejor Hollywood de todos los tiempos: Danielle Darrieux, Catherine Deneuve, aún entre nosotros, Jean Marais, Gabin, Belmondo, Delon, etc. Ayer, como si dijéramos. He leído el otro día, de pasada, que Francia volvía a ponerse a la cabeza del mundo, no sé en qué asunto. Cuando se está a la cabeza, se sabe, se nota, se sufre, se disfruta. ¿Dónde está aquel París de los sesenta?

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_