_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El laicismo como identidad

Francesc de Carreras

Es un tópico decir que la Iglesia no debe meterse en política. Tópico que la realidad desmiente constantemente desde, por lo menos, el Edicto de Milán, del año 313 de la era cristiana. Por tanto, el mandato de Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios es uno más de los muchos preceptos evangélicos no cumplidos. Bien mirado, ello debe considerarse normal: el cristianismo no deja de ser una muy extendida ideología que, como las restantes, es usada por quienes pretenden ejercer el poder. Por tanto, que los obispos o que grupos cristianos opinen sobre cuestiones desvinculadas de la teología debe considerarse como algo legítimo y natural.

Dos hechos recientes muestran esta voluntad de la Iglesia de salirse del marco de su competencia específica: la Instrucción Pastoral aprobada por la Conferencia Episcopal Española y el Manifest de Barcelona aprobado por la Convenció de Cristians per Europa.

La reacción de los sectores más significativos del nacionalismo catalán a la Instrucción Pastoral por su carácter antinacionalista me ha dejado perplejo. Confieso que escuché las críticas antes de leer la pastoral. Me resulta muy duro leer esta clase de documentos: no es agradable sentirte tratado como una oveja que sigue las órdenes de los "pastores sagrados", como ha denominado estos días el cardenal Carles a los obispos. Pero debido a las críticas desaforadas de políticos, columnistas, tertulianos y teólogos, me pudo la curiosidad y, al leer su polémico capítulo V, mi asombro fue total pues las críticas no se correspondían para nada con el contenido de aquel documento.

Las críticas se dirigían, fundamentalmente, en dos direcciones. Primero sostenían que se condenaba el independentismo como ideología y, por tanto, también el independentismo pacífico; segundo, afirmaban que los obispos condenaban la reforma de la Constitución. De su lectura no se deduce ni una cosa ni otra, sino todo lo contrario. Es más, como no podía ser de otra manera dada la tradición comunitarista de la Iglesia, la pastoral defiende el nacionalismo y legitima el independentismo aunque no lo acepta cuando "se convierte en un principio absoluto de la acción política y es impuesto a toda costa y por cualquier medio". Por otra parte, sostiene que la Constitución "es una norma modificable pero todo proceso de cambio debe hacerse según lo previsto en el ordenamiento jurídico". Y añade: "Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una determinada voluntad de poder, local o de cualquier tipo, es inadmisible". ¿Algún nacionalista que se considere demócrata puede estar en contra de tales afirmaciones? ¿Han leído realmente el documento muchos de los que tan duramente lo han criticado?

Por otro lado, el Manifest antes citado considera en su primer punto que "la realidad cristiana es, además de raíz y base de la civilización europea, sin la que sus fundamentos carecen de explicación y de sentido, una realidad comunitaria, pública, viva y actuante, que debe ser asumida como tal por el futuro tratado constitucional europeo y los marcos jurídicos que del mismo pueden derivarse". Y Jordi Pujol, que presidió la inauguración a título particular -aunque no comprendo que con este modesto título tuviera derecho a presidirla-, dijo, entre otras cosas, que "la civilización cristiana no sé si es más feliz, pero es más eficaz y más justa. No hay ninguna civilización capaz de crear y distribuir tanta riqueza".

Tanto las palabras de Pujol como las manifestaciones del Manifest distan mucho de corresponderse con la realidad. Es indudable que el cristianismo es un componente esencial para explicar la historia de Europa. Algunos europeístas de primera hora -no todos, por supuesto- eran democristianos: De Gasperi, Schumann, Adenauer son ejemplos que lo evidencian. Pero también es cierto que la historia de Europa, en lo que tiene de democrática, de defensa de los grandes valores de libertad e igualdad, se ha hecho contra el cristianismo oficial, especialmente el que ha propugnado la Iglesia Católica. ¿O es que debemos recordar los pogromos de los judíos medievales, la Inquisición, el soporte de la Iglesia a las más corruptas monarquías absolutas, las encíclicas antiliberales del siglo XIX, el Índice de libros prohibidos, la connivencia de Pío XII con Hitler, el sostén fundamental que la Iglesia dio a Franco, a Pinochet o a las más recientes dictaduras argentinas, el actual apoyo de la jerarquía católica a los sectores más antidemocráticos de Centroamérica?

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

La lucha por la libertad y la igualdad que pretende reflejar el preámbulo de la Constitución europea ha sido, en muy buena parte, la lucha contra las ideas y las actuaciones políticas que la Iglesia católica ha defendido.

Por otra parte, el juicio de Pujol atribuyendo a la civilización cristiana la capacidad de "crear y distribuir riqueza" es hoy claramente desmentida por los hechos: ¿o es que en el mundo globalizado la riqueza está equitativamente repartida?

No me gustaría que algunos pensaran que hago demagogia y simplifico los hechos históricos. El cristianismo, ciertamente, también es san Francisco de Asís, Erasmo de Rotterdam, Roger Williams, Simone Weil o Alfonso Comín y los amigos de El Ciervo. Pero considero que los autores del Manifest han perdido una magnífica ocasión de guardar silencio para que no aireemos determinados trapos sucios, muy sucios. Por tanto, les propongo -Dad al César lo que es del César- que quizás lo mejor sería callarnos todos y refugiarnos en el laicismo, un valor que también pueden hacer propio y que constituye uno de los componentes básicos de la identidad de Europa desde el Edicto de Nantes, y abandonar inútiles batallas que no llevan a ninguna parte.

La historia de Europa es la que ha sido. Llegados al siglo XXI hagamos tabla rasa del pasado, no busquemos nuestra identidad en los siempre discutibles orígenes y partamos de los valores laicos a los cuales hemos llegado y en los que estamos de acuerdo: la libertad y la igualdad. Sobre estos valores laicos hay que construir la Constitución europea.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_