_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Exorcismos

Los exorcismos sirven para ahuyentar el mal, llámese o no el diablo. Son rituales mágicos que tratan de restablecer una sintaxis previamente alterada. El cuerpo poseído, en el que forma y función aparecían disociados, vuelve a recuperar su natural dicción una vez que ha sido exorcisado. Tras expulsar al diablo, el alma se serena, emerge de nuevo al ser eliminada la extorsión a la que el mal la tenía sometida.

La virtud del exorcismo reside en que devuelve al lenguaje a quien previamente había sido extrañado de él: éste vuelve a hablar, a hablar en cristiano. Lo que hablaba antes se correspondía con una simple función fisiológica, y boca, vientre, miembros y sexo se manifestaban en su corporalidad desordenada: hablaban todos a la vez su sinsentido. El escándalo del cuerpo poseído es que es un cuerpo sin alma, un cadáver viviente. Su regreso a la vida vendrá señalado por esa reordenación de sus funciones, que es una recuperación del orden del lenguaje, y lo que hará el exorcista será inocular, mediante el ritual, ese orden en el que el maligno no puede subsistir.

No todos los discursos son igualmente valiosos, pero no lo son, precisamente, porque todos son legítimos.

El diablo, sin embargo, se hospeda siempre en cuerpos individuales. Es multitud, como en el endemoniado de Gerasa, pero es multitud en uno, o al menos uno a uno. Nunca se hospeda en una sociedad, aunque pueda infectar a un número sobrado de individuos, a tantos, que lleguen a hacer sentirse a aquella en peligro. En esos casos, es decir, cuando es una sociedad la que se ve en riesgo de ser poseída, sabemos cuál suele ser el exorcismo más socorrido: la aniquilación, uno a uno, de los portadores del mal que se expande, de los dominados por el diablo. El cuerpo social recupera de esta forma el orden político que reorganiza sus funciones.

Conviene subrayar, no obstante, una radical diferencia entre la posesión individual y la social, que es en rigor más parecida a una infección. La posesión individual se manifiesta, se ofrece a la mirada ajena en su alteridad: el diablo se deja ver, quiere que se lo vea. De ahí que pueda ser exorcisado desde una intervención externa y que la relación entre exorcista y endemoniado sea una relación de alteridad. En la posesión social, por el contrario, esa relación de alteridad no se da, sino que aquella es interna al cuerpo social en su conjunto, siendo éste quien debe detectar y regenerarse del mal que lo corroe.

Digamos que en la posesión social al diablo no se lo ve, se lo presiente, y que la tarea prioritaria a realizar es justamente verlo, detectarlo. Y es ahí dónde comienza el ritual exorcista, cuya misión es la de señalar, acotar, la parte del cuerpo social poseída por el diablo. El ritual exorcista es en este caso un ritual de exclusión y opera mediante el cierre de un campo simbólico, un campo del lenguaje, que exige siempre su contraseña. Quien no la posee o manifiesta un lenguaje que no se corresponde estrictamente con el ya acotado es un poseído y, por lo tanto, un cadáver viviente. Que la terapia exorcista trate de recuperarlo para la vida, o que lo reduzca a su condición de cadáver real, depende de factores imprevisibles, pero la segunda solución suele ser más frecuente.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Una política democrática es aquella que ha eliminado al diablo de su horizonte. Es también, por lo tanto, aquella en la que no funciona la contraseña como llave de la exclusión. No hay poseídos, y el lenguaje de la verdad se afirma en su contraste permanente. No todos los discursos son igualmente valiosos, pero no lo son, precisamente, porque todos son legítimos. A la verdad no le está permitida su autorreferencialidad tautológica, no puede presentarse como: Yo soy la verdad porque soy la verdad. No, la verdad sólo puede presentarse como argumentación frente a lo que se le opone, y sólo se realiza en esa oposición. Por eso no puede manifestarse con una serie de argucias que la reafirmen sin más en su condición de verdad, salvo a riesgo de adquirir una función de exorcista que exige la contraseña a cualquier otro discurso. Cuando esto ocurre, hace su aparición el diablo y la democracia comienza a estar en peligro.

Es lo que de hecho está ocurriendo ya en la política vasca, que es, por su transcendencia, política española Los márgenes de legitimidad del discurso los marca la ley y no el diablo, pero el germen diabólico del terror, que sí busca la exclusión del poseído y su cadáver, está acabando por imponer su modelo Cuando ya en todos los frentes el análisis es sustituido por la parodia y la distorsión, y la argumentación se convierte en un círculo vicioso de apriorismos, queda claro que el lenguaje ha asumido su papel de mero exorcismo, de señalar, y sólo señalar, siempre y en todo momento el mal. Entre tanto cadáver viviente, lo peor será también siempre previsible.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_