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Columna
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Fútbol

La batalla dejó tras de sí las escenas habituales: humo, ruinas, heridos, la figura de un guarda de seguridad que buscaba huir y era golpeado salvajemente por una jauría de jóvenes desbocados. Después, la de un espontáneo que saltaba al campo de juego para intentar ayudar a su equipo derribando al portero contrario de un golpe. Hay en estas secuencias que han emitido los televisores del encuentro Sevilla-Betis la misma desoladora fascinación que transmiten las ejecuciones en directo, las fotografías de cadáveres apoyándose sobre literas que testimonian qué clase de vida (qué clase de muerte) se llevaba en Auschwitz. Veo al guarda de seguridad recibir un granizo de puñetazos y patadas, tratar de escapar por el pasillo mientras un espectador le castiga la espalda con una muleta, y me pregunto qué impulsa a estos perros rabiosos a morder de esta manera las perneras de los desconocidos. Hace décadas, eran naciones y partidos los que disculpaban este ensañamiento: en nombre de la patria, la idea o el futuro estaba permitido ladrar y usar los colmillos, y no había charco de sangre que resultara gratuito. Decididamente, los tiempos están cambiando; los ideales han sufrido una drástica rebaja, hoy ya nadie parte cráneos por cuestiones peregrinas como el porvenir de un país o el bienestar de la mayoría, teniendo tan cerca los equipos y banderines a los que poder venerar. Rayas de color estriando un pañuelo, once millonarios que patalean sobre una extensión de césped, un facineroso que ofrece ruedas de prensa para descalificar a los periodistas, todos son emblemas que bien merecen que se mate por ellos, que se golpee hasta que se duerman los nudillos a quien se atreva a alinearse en el bando opuesto.

La tontería endémica que asola nuestra sociedad posee muchas raíces, eso es indudable, pero tampoco cabe duda de que una de las más firmes y vigorosas la constituye el fútbol. Basta con analizar los modelos que este deporte inculca a sus devotos para advertir qué clase de provecho puede extraerse de la visita a un campo. La exaltación de la fuerza bruta, la confianza en la mera capacidad muscular para resolver todos los problemas, el desprecio absoluto al rival, la identificación mostrenca con banderas e himnos, el regocijo ante la falta de maneras y de recursos de expresión que muestran los portavoces de los clubes, todos son ejemplos que llevan a la calle la porción más basta y dudosa del ser humano. Acusamos a otros pueblos de extremismo, usamos alegremente la palabra integristas para referirnos a aquellos que alzan el puño en los mítines con la excusa de ensalzar una bandera, pero las imágenes de los telediarios del fin de semana nos ofrecen una ferocidad igual de ciega y probablemente todavía más arbitraria: la que despiertan los estúpidos números de una clasificación. En otras partes y épocas, el fanatismo era cuestión de ideas; aquí y ahora, se reduce a los colores de la ropa. A mí me parece que una verdadera reforma educativa pasaría por limpiar a conciencia las parrillas de televisión y restringir el acceso a los estadios: mientras el ídolo de masas siga siendo un adolescente que balbucea frente a un micrófono mientras su cuenta corriente crece como un tumor, las dificultades para entendernos continuarán interponiéndose entre los cerebros.

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