LA COLUMNA

Nuestro amigo americano

ES DIFÍCIL de entender la oportunidad política y la legitimidad moral de una guerra preventiva. Puede entenderse la legitimidad de una guerra para obligar a un Estado a retirarse de un país ocupado por la fuerza, como ocurrió cuando Irak invadió Kuwait; puede entenderse una intervención militar para poner fin a una guerra interminable o para impedir un genocidio, como ocurrió en la antigua Yugoslavia. Se trataba entonces de restablecer una situación quebrantada por la decisión unilateral del más fuerte, que, ante la presumible parálisis de la llamada comunidad internacional, pretendía quedarse...

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ES DIFÍCIL de entender la oportunidad política y la legitimidad moral de una guerra preventiva. Puede entenderse la legitimidad de una guerra para obligar a un Estado a retirarse de un país ocupado por la fuerza, como ocurrió cuando Irak invadió Kuwait; puede entenderse una intervención militar para poner fin a una guerra interminable o para impedir un genocidio, como ocurrió en la antigua Yugoslavia. Se trataba entonces de restablecer una situación quebrantada por la decisión unilateral del más fuerte, que, ante la presumible parálisis de la llamada comunidad internacional, pretendía quedarse con todo el botín. En ambos casos, la única potencia capaz de intervenir eficazmente era Estados Unidos; en ambos, antes de intervenir procuró obtener un amplio consenso internacional.

Pero lo de ahora es totalmente distinto. El presidente y el Gobierno de Estados Unidos han consagrado como cuarto punto de su 'estrategia de seguridad nacional' su voluntad de impedir (prevent) la amenaza de enemigos a los que se supone dotados con armas de destrucción masiva. En este imaginario derecho, origen de una nueva teoría de la guerra preventiva, se basa la decisión de emprender contra Irak, despreciando cualquier mandato internacional, bombardeos de los que con toda seguridad se seguirá una destrucción masiva. Sin interés por convencer a nadie de la necesidad ni de la legitimidad de su intervención, saltando por encima de una fuerte oposición interna y desdeñando a sus algo más que reticentes aliados, el presidente y el Gobierno de Estados Unidos, si finalmente emprenden esta guerra, habrán conseguido arrasar los fundamentos en los que ha basado su propia grandeza la primera democracia del mundo.

¿Por qué, entonces, tanta prisa, tanto afán, en el Gobierno español por mostrar, no ya su comprensión hacia la política de guerra de Estados Unidos, sino su entusiasta disposición a secundarla? Es imposible de comprender, a no ser que el presidente del Gobierno haya entendido que los intereses de España se identifican de tal manera con los de Estados Unidos que no podía permitirse ninguna vacilación, ninguna llamada a la cordura. Pero ¿qué intereses? Porque no será verdad que esta manifestación de vasallaje sea el precio exigido por Estados Unidos para seguir ejerciendo su papel de árbitro entre España y Marruecos. Hay que buscar por otra parte. Y en todo lo que ha dicho el presidente Aznar para justificar su entusiasmo seguidista sólo resalta una clave: identificar a Irak con terrorismo y a Estados Unidos con mundo libre. Éste es un combate del mundo libre contra el terrorismo, dice Aznar. Y España en esta cuestión no se permite ningún lujo: hay que estar de un lado o de otro, hay que estar con la libertad o el terror, con Bush o con Sadam, porque hay que estar... con el Gobierno o con ETA.

Esa cascada de confusiones, de meterlo todo en el mismo saco, es lo único que permite explicar el gratuito fervor que el presidente Aznar ha manifestado con el belicismo del presidente Bush, con quien, como es notorio, mantiene muy fructíferas conversaciones. Gratuito, porque es un disparate identificar ETA con Irak, y un tanto intemperante, porque exige a la oposición que diga si está con Bush o con Sadam, con el mundo libre o con el terrorismo, como si, en efecto, los términos de la ecuación se identificaran y como si no fuera grotesco presentarse ahora desde España como adalid de lo que durante la guerra fría se llamó mundo libre. Y por debajo de este discurso simplista, la creciente identificación de las políticas defendidas por el Gobierno con intereses de Estado, como si no hubiera otros discursos posibles, como si ya estuviéramos en guerra.

En este último tramo de su presidencia, Aznar se ha acostumbrado peligrosamente a confundir sus personales opciones políticas, y hasta los asuntos que conciernen a su persona o a su familia, con cuestiones de Estado. No otra explicación tienen los fastos escurialenses, en los que el espacio simbólico de la Monarquía española fue utilizado como marco de un festejo privado, algo cien veces de peor gusto que utilizar el Azor para darse una vuelta por el Mediterráneo. Al mismo orden de actitudes pertenece el desprecio mostrado a la oposición al no haber intentado alcanzar un acuerdo en un asunto que ineludiblemente afectará a los intereses de España, como es su eventual participación en una guerra declarada unilateralmente por Estados Unidos. Ante una circunstancia internacional como la presente, más hubiera valido andarse con pies de plomo y haber evitado esos ardores guerreros por seguir a nuestro amigo americano dondequiera que vaya.

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