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Tribuna:EL MUNDO TRAS EL 11 DE SEPTIEMBRE
Tribuna
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Respuestas, respuestas, respuestas

Unos días después del 11 de septiembre publiqué un artículo de opinión en EL PAÍS titulado Preguntas, preguntas, preguntas. Era lo único que honestamente se me ocurría hacer ante el horror y magnitud de los atentados. Algunos de los interrogantes que me acuciaban han sido esclarecidos desde entonces; otros permanecen aún en una especie de limbo, pero esa hibernación provoca a su vez nuevas dudas y nos pone tras una serie de pistas más o menos fiables. Resumiré mis respuestas, a veces aproximativas, a la luz de lo acontecido a lo largo de este periodo.

La nueva era abierta por el ataque minuciosamente programado a los símbolos del poder norteamericano, preguntaba, ¿sería una reiteración a escala mundial de la espiral de 'castigos ejemplares' y réplicas suicidas, o conduciría a una reflexión global sobre nuestra civilización y sus lacras? Un año después, el panorama es desolador: ni Estados Unidos ni sus aliados europeos ni, sobre todo, Israel han salido de esta sucia espiral, y las amenazas de Bush al eje del mal y la política de tierra quemada de Sharon no apuntan a una solución pragmática de los conflictos, sino a una dramática exacerbación de los mismos.

La ignorancia de la clase política y del ciudadano medio estadounidenses tocante a los problemas del mundo allende las fronteras de su país, escribí, ¿cedería el paso a un esfuerzo por entender aquéllos más allá de la distinción maniquea entre las fuerzas del Bien y el imperio del Mal...? Desde la guerra de Afganistán verificamos que el lenguaje de Bush se asemeja cada vez más al del islamismo radical y del desvanecido Bin Laden en sus invocaciones a Dios y al castigo de los malvados: dos concepciones teocráticas cuya fascinación común por el poder destructivo de la tecnociencia se funda, al menos verbalmente, en su referencia a unos dogmas y mandatos divinos ajenos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948. Un gran salto atrás: religión, economía y poder aparecen mezclados de modo inextricable sin que la opinión pública estadounidense advierta el peligro de esa involución.

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¿Sería razonable, me decía, persistir en el unilateralismo y voluntarismo de Bush -en el artículo doy fe de ser Norteamérica la única depositaria de la seguridad mundial y de no estar sujeta por tanto a las leyes y convenciones internacionales-, en vez de buscar una acción conjunta de todos los Estados democráticos enfrentados también a la amenaza de los fanáticos del ultranacionalismo y del fundamentalismo religioso? La respuesta del propio Bush -después de haber asumido la total responsabilidad de la guerra en Afganistán y relegado a sus aliados europeos a un modestísimo papel de comparsas- no puede ser más contundente. En su discurso del pasado 2 de junio en la Academia Militar de West Point declaraba: 'Tenemos que combatir al enemigo [no precisaba cuál], destrozar sus planes y enfrentarnos a las peores amenazas antes de que surjan. Nuestra seguridad exige transformar el Ejército a fin de que esté listo para golpear sin previo aviso en cualquier rincón del mundo'. En corto: asumir el papel de gendarme mundial para mayor provecho del complejo tecnológico-militar de la industria armamentista norteamericana, cuyo presupuesto dobla el de la Unión Europea y supera el 40% del mundial.

El análisis de los extravíos perversos del nacionalismo y de los credos religiosos (de todos los credos religiosos y no sólo el musulmán), ¿podía obviar, preguntaba, la existencia de otro, tan o más inquietante, como el de la tecnociencia al servicio de las tentaculares empresas armamentísticas? De nuevo, el presidente estadounidense se encarga de aclarar las cosas a su manera. A partir de un principio que una gran mayoría de ciudadanos educados del planeta puede suscribir -'los peligros más graves a los que se enfrenta la libertad están en el cruce del radicalismo y la tecnología'-, Bush puntualiza: 'Cuando se extiendan las armas nucleares, químicas y biológicas junto con nuevas tecnologías de misiles, incluso Estados débiles y grupos pequeños podrán alcanzar un poder catastrófico para atacar a grandes países'. En otras palabras: los grandes países pueden disponer sin límite alguno de armas nucleares, químicas, biológicas y de las nuevas tenologías de misiles, pero los 'débiles', no. En virtud de ello, Estados Unidos se arroga el derecho de no firmar los acuerdos contra la proliferación de los instrumentos mortíferos antes mencionados -incluidas las minas antipersonas- sin que eso implique ningún cruce entre el radicalismo de los cruzados del Bien, bendecidos por Dios, y los intereses de los conglomerados de alta tecnología militar diseminadores de equipos bélicos a países amigos, por muy poco democráticos que sean, como es el caso de Arabia Saudí. Bush fomenta la busca de nuevas formas de guerra bacteriológica y destina la parte del león de su colosal presupuesto militar a la creación del escudo antimisiles -la famosa guerra de las galaxias- sin aceptar la evidencia de que este costosísimo sistema de defensa no impide carnicerías como la perpetrada el 11 de septiembre a partir del propio territorio norteamericano ni evocar el hecho tan poco glorioso de que las armas químicas fueron procuradas por Occidente a Sadam Husein para que las empleara contra centenares de miles de jóvenes iraníes en su guerra de agresión al régimen de los ayatolás y, de paso, sin que ello suscitara clamor alguno, contra la población kurda iraquí de Halabya. Al parecer, las nociones de radicalismo y de tecnociencia cambian según el color del cristal con que se miran.

La identificación y castigo de los asesinos de Al Qaeda y sus cómplices, escribí, ¿iba a limitarse a la pura venganza o sería el primer paso hacia un nuevo orden internacional basado en el respeto a los valores de la diversidad e intertolerancia, así como en la lucha contra la pobreza, la iniquidad y el racismo? Conforme verificamos hoy, aunque el objetivo de destruir Al Qaeda y el régimen de los talibanes se logró a medias -a costa de la vida de numerosas víctimas inocentes-, preciso es constatar que ni Bin Laden ni el mulá Omar figuran entre los presos de Guantánamo ni entre los cadáveres identificados en Afganistán. Su estatus indefinido -ni muertos ni vivos- favorece la perpetuación de una amenaza virtual, y con ello la continuación de una guerra atípica, sin límite espacial ni temporal, contra el terrorismo. Si, como reza el refrán, 'muerto el perro se acabó la rabia', el misterio que envuelve la desaparición del multimillonario saudí (huyendo a lomo de caballo hacia las cumbres nevadas del Himalaya) y del mulá Omar (en una modesta motocicleta) deja suelta la rabia y justifica las medidas profilácticas (¡oh, cuán suaves!) para evitar su propagación. Parece, pues, muy probable que, como en el caso del ántrax, ni la CIA ni el FBI ni el Pentágono ni la Casa Blanca pongan gran interés por resolver el enigma. En cuanto a la erradicación de la pobreza, de la iniquidad y del racismo no figura en la agenda de la única superpotencia. Nadie o casi nadie habla de la prioridad de esta acción, como si el recurso a las medidas defensivas y ofensivas contra el terrorismo fuera una panacea para todos los problemas de nuestro planeta minúsculo.

El trauma creado por la agresión brutal a Manhattan, preguntaba, ¿desembocaría en una militarización de nuestras conciencias y de nuestras sociedades o reforzaría, al revés, los valores cívicos contra la violencia terrorista afrontando las causas políticas, económicas y sociales que la alimentan? Otra vez los hechos refuerzan nuestro pesimismo. Los derechos cívicos han sido recortados de forma drástica tanto en Estados Unidos como en algunos países de la Unión Europea: el habeas corpus incluido en las cláusulas de la Constitución Española de 1978 es violado a diario no sólo para acosar a la nebulosa terrorista, ya sea de ETA o de Al Qaeda, sino a centenares de inmigrantes indocumentados retenidos ilegalmente durante semanas y meses en supuestos centros de acogida antes de ser expulsados a sus países de origen, tal y como reclama desde hace décadas Jean-Marie Le Pen. Tras la onda de choque del 11-S, las propuestas de Aznar, Berlusconi y compañía reproducen las de la extrema derecha europea xenófoba y racista. La mentalidad de Fortaleza Asediada y el miedo al inmigrante cosechan adhesiones y votos. La ética de nuestra clase política refleja el nuevo orden de cosas: como los cangrejos, camina hacia atrás. Las propuestas de Aznar del 29-1-2001 'para prevenir y reprimir el radicalismo de los jóvenes en los medios urbanos, cada vez más manipulados por los grupos terroristas', son un ejemplo crudo de la amalgama practicada por la nueva derecha que gobierna el mundo: contestatarios, antiglobalizadores, inmigrantes, son vistos como el caldo del cultivo en el que medra el terrorismo.

El conocimiento brutal del dolor y de la propia vulnerabilidad, ¿ayudarían, me preguntaba, al pueblo norteamericano a comprender la frustración y el desvalimiento de los pueblos víctimas del hambre, la opresión, el analfabetismo y de un apartheid que no osa decir su nombre...? Las esperanzas de que así fuese se han desvanecido. El desinterés del actual presidente estadounidense y en general de los gobiernos del Primer Mundo por frenar una política que ahonda el foso abierto entre ricos y pobres y deja de lado a clases enteras, países enteros e incluso continentes enteros, como es el caso de África, se manifestó con claridad meridiana en la última reunión de la FAO en Roma y en el rechazo por Bush de la llamada tasa Tobin. Los países ricos serán, al menos a corto plazo, más ricos, y los pobres, más pobres: las fronteras blindadas contra la inmigración y las exportaciones agrícolas de los Estados llamados piadosamente en vías de desarrollo agravarán previsiblemente la miseria de un gran número de países de África, Asia e Iberoamérica, mientras que la exportación de armas estadounidenses, europeas y rusas -entre ellas de minas antipersonas- a los señores de la guerra en diferentes zonas conflictivas (Cáucaso, Sudán, Somalia, Etiopía, Angola, Cachemira, Filipinas, etcétera) se cebarán en unas poblaciones azotadas por la miseria, las luchas interétnicas y las leyes inicuas del cruel dios Mercado.

¿Sería lícito y decente aprovecharse del horror creado por los atentados de Nueva York para justificar una nueva vuelta de tuerca en la asfixia del pueblo palestino y el aplastamiento de la 'hidra chechena'? Sin detenerme ahora en el terrorismo de Estado de Sharon, cuya relación con el de Hamás y Yihad Islámica es la de dos vasos comunicantes, la manipulación del 11-S por Putin es un ejemplo particularmente odioso de esa Sinfonía de Nuevo Mundo interpretada urbi et orbi por diferentes orquestas. Durante la campaña de Afganistán, los portavoces de la presidencia rusa divulgaron machaconamente la noticia de que el núcleo duro de Al Qaeda estaba compuesto por los muyahidin chechenos: el objetivo era mostrar a Bush que los enemigos de Norteamérica en Afganistán eran los mismos que los de Rusia en el Cáucaso. Esta presunta participación de los chechenos en Asia Central era, desde luego, inverosímil. ¿Por qué irían a combatir a miles de kilómetros de su país si tenían que contender con un feroz y sanguinario ejército de ocupación en casa? En el recuento de los enemigos presos y de los cadáveres identificados tras el derrumbe del régimen de los talibanes no apareció así checheno alguno. Pero la cruzada de Putin prosigue con las mismas razones justificativas que la de Sharon. En el curso de una visita a Israel, el ex ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, expresó su comprensión con la lucha contra el terrorismo palestino 'porque nosotros también tenemos a ETA', y durante el viaje de Putin a Madrid éste manifestó a su vez la suya ante Aznar con el argumento de que su país lidiaba también con el terrorismo caucásico. Por lo visto, ni Piqué ni Aznar advirtieron que al formular o admitir comparaciones hacían un regalo precioso a ETA: ¡la banda terrorista abertzale era enhestada de golpe a la categoría de la resistencia nacional palestina y la lucha de supervivencia chechena!

El recurso a un lenguaje ofensivo y discriminatorio contra vastas comunidades humanas -musulmana, árabe o palestina- en virtud de la funesta ecuación musulmán = islamista, ¿contribuye a combatir eficazmente el fanatismo terrorista o, muy al contrario, lo alienta? Pues si la distinción entre vasco, independentista y etarra resulta bien clara en España, ¿cómo tolerar la confusión entre musulmán, islamista y terrorista o entre Sharon, Israel, sionista y judío? El enconado conflicto actual nos obliga a sopesar bien las palabras y evitar equivalencias mendaces que azuzan la ola actual de islamofobia y antisemitismo. Citaré un ejemplo entre otros: en el comunicado de Yihad Islámica, en el que reivindica el atentado antiisraelí del pasado 6 de junio, se habla de la destrucción 'de un autobús sionista'. Ahora bien, ¿puede haber en verdad un autobús sionista? ¿Por qué no entonces un taxi católico o una bicicleta budista? El mismo desvarío lo hallamos a diario en la mescolanza del pañuelo con el velo, el chador y quién sabe si con la burka de las desventuradas mujeres afganas.

¿Se puede guardar silencio y mirar al otro lado ante el deshonroso sistema de apartheid en Gaza y Cisjordania, la humillación y acoso del pueblo palestino recluido en guetos infames sin comprender que ese estado de cosas prolonga sine die el conflicto y convierte a centenares de jóvenes sin esperanza de futuro ni de vida decente en candidatos a una autoinmolación en sangrientos atentados suicidas? La realidad de los acontecimientos de los últimos meses supera las previsiones más catastrofistas. El bombardeo y ocupación de las ciudades supuestamente autónomas, la destrucción de todas las estructuras económicas y administrativas de un posible Estado palestino muestran que Sharon, Netanyahu, el Likud y los partidos ultrarreligiosos no buscan la paz, sino la sumisión de un pueblo de ilotas atrapado en una serie de Bantustanes sin viabilidad económica ni política. Es realmente irónico que un Estado creado por una resolución de Naciones Unidas a causa de las persecuciones antisemitas en Europa que culminaron con el Holocausto se niegue a participar en una conferencia de paz en la que intervengan la ONU y la UE. Según Sharon, la resolución del problema sólo le incumbe a él, a Bush y al palestino domesticado de su elección.

Como señalaba en mi artículo del pasado año, la palabra comodín 'terrorismo', aplicada a realidades muy distintas, permite todo tipo de comparaciones oportunistas y amalgamas mortíferas. Los ocupantes nazis hablaban de atentados terroristas y los resistentes franceses de actos patrióticos; lo mismo acaeció con los militares británicos y los grupos armados sionistas, o con el Ejército francés y los independentistas del FLN argelino... Es decir, un mismo hecho violento puede ser juzgado de forma diversa según los contextos y los prismas desde los que se le contempla. Lo repito: pisamos arenas movedizas y serán pocas todas las precauciones que tomemos en el empleo del lenguaje. La guerra de palabras acarrea consecuencias tanto o más mortíferas que la otra.

La respuesta militar a los autores y cómplices de las escenas apocalípticas de Manhattan no sólo ha golpeado a ciegas a poblaciones civiles indefensas, sino que la anunciada cruzada de Bush contra el eje del mal amenaza al desdichado pueblo iraquí con una nueva guerra contra el tirano que lo sojuzga tras 11 años de bloqueo y castigo. Sadam Husein no es Hitler; éste fue elegido democráticamente dos veces por el pueblo alemán, mientras que el iraquí fue la primera víctima del primero.

Una última apostilla: la visión negra y sarcástica de Karl Kraus en Los últimos días de la humanidad me parece hoy más digna de tomarse en cuenta que después de los atentados del pasado año. ¿Por qué no programar desde ahora, para los próximos siglos o décadas, un plan de evacuación de nuestro contaminado y exhausto planeta -¡o al menos de los habitantes de los Estados más poderosos y de las clases acomodadas del resto!- a otro astro más habitable y acogedor?

Juan Goytisolo es escritor.

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