Grandes huecas
Hoy es harto difícil tropezar en cualquiera de nuestras iglesias católicas con un túmulo. Pero los monaguillos, que sin tonsura y con sobrepelliz crispábamos con nuestras picardías los bondadosos nervios del párroco de nuestro pueblo, sabíamos del túmulo. Era un armatoste de madera que cubríamos con lienzos negros, adornados de tristeza y ribetes amarillos, que colocábamos en la nave central del templo, cerca del altar, para celebrar las honras fúnebres de un difunto. Entonces era una cosa el entierro y otra los funerales que tenían lugar pocos días después del entierro del difunto. El túmulo venía a representar la presencia del difunto en sus funerales: una cuestión de imaginación, porque debajo del paño negro no había nada.
Y el hecho de que debajo del túmulo no hubiese nada, le permitió a Cervantes, hace unos siglos, escribir uno de los sonetos más irónicos y punzantes hacia el poder, tomando como motivo el monumento funerario que se le erigió al todopoderoso Felipe II.
El túmulo del padre y promotor del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial era de tal riqueza y esplendor aparente que un chulo espadachín ofrecía hasta doblones para poder describirlo. Le espantaba la maravilla y grandeza de aquellos trapos funerarios que cubrían un armazón de madera. Otro engreído patriota junto al espadachín confirmaba las aseveraciones de éste, y antes de marcharse miró de soslayo e, indica el poeta, 'no hubo nada'. Porque nada había bajo los lienzos y oropeles de grandeza del túmulo del rey.
Como nada o muy poco hubo políticamente correcto, según el liberal Cervantes, bajo la aparente grandeza del monarca en cuyos dominios no se ponía el Sol. Oropeles, grandeza, esplendor y maravillas de la trivialidad desfilaron también por nuestros hogares esta semana pasada con motivo del evento nupcial que tuvo lugar en el Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, cuyos graníticos sillares tan estrechamente relacionados están con la política de Felipe II. Las imágenes y el armazón de esas bodas que han sido famosas se acompañaban, en las pantallas de nuestros televisores, de comentarios émulos del parlamento del espadachín cervantino ante el túmulo del monarca del XVI. Haciendo una transposición sensorial y metafórica, indicaba uno de los comentaristas del casamiento que el chaleco que lucía Alejandro Agag era 'atrevido', y se deshacía en alabanzas para con el vestido en gasa color rojo, drapeado en tres nudos con pliegues sueltos y armoniosos, que cubría el cuerpo de la madre y madrina. Otro comentarista del mismo género literario resaltaba la elegancia de los pendientes de estilo isabelino que eran como broche de oro para el elegante busto de la novia. Las loas a los lienzos eran de tal guisa que a los volantes en tono burdeos del vestido de la legítima esposa del ministro de Fomento sólo les faltaban las notas musicales de una danza de Manuel de Falla. Esplendor y maravilla de una tarde soleada de septiembre entre reales y aparentes porque, desconectado el televisor, no hubo y no hay nada, que no sea oropel sobre el armatoste de madera de una política que gran parte del vecindario no considera la adecuada. Detrás de la ostentación, detrás del monumental catafalco televisivo y mediático, visto de soslayo, la nada política y social, aunque haya algún vecino a quien le distraiga ese festival de las apariencias, que sufragaron en gran medida los contribuyentes.
Si tenemos suerte, igual aparece un Cervantes el siglo XXI y pone en endecasílabos la grandeza hueca del casamiento ibérico del milenio.
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