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Tribuna
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Perdonar lo imperdonable

Los terroristas suicidas que el 11 de septiembre de 2001 convirtieron cuatro aviones comerciales estadounidenses en misiles devastadores han marcado con fuego, sangre y lágrimas un antes y un después en la vida de millones de hombres y mujeres, mayores y pequeños.

En Nueva York, el brutal ataque contra las Torres Gemelas constituyó una combinación especialmente maligna de violencia humana y cataclismo. Cerca de tres mil personas murieron incineradas o aplastadas, decenas de miles huyeron despavoridas para salvarse o perdieron a algún ser querido en el siniestro. Se calcula que más de cien mil neoyorquinos fueron testigos presenciales de escenas macabras, y varios millones, incluyendo miles de niños, contemplaron las secuencias escalofriantes que se emitieron por televisión en directo durante horas. Como resultado de los daños materiales que se produjeron en la zona, conocida por el World Trade Center, unas cuatro mil familias fueron desplazadas de sus hogares y numerosas empresas y pequeños negocios cerraron, con la consiguiente pérdida de 132.000 puestos de trabajo.

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En las semanas que siguieron al atentado, nadie se libró de respirar aire acre saturado de muerte, de sentir pánico real y de experimentar niveles inconcebibles de sufrimiento. Los epidemiólogos prevén que alrededor del 30% de la población expuesta a la destrucción de las torres y sus secuelas padecerá algún síntoma de trauma psicológico -como depresión, ansiedad, insomnio, pesadillas, fobias o alcoholismo- durante los próximos 20 años.

El profundo impacto de la hecatombe impulsó a los supervivientes a ajustarse a una 'nueva normalidad' no solamente en la organización de sus vidas cotidianas, sino también en su sentir interior. Durante meses trataron de mitigar el dolor insoportable del duelo, la persistente sensación de vulnerabilidad y el sentimiento de humillación y derrota, con una mezcla reconfortante de patriotismo, solidaridad y determinación a saldar a cualquier precio las cuentas con los perpetradores.

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Ahora, un año después, gran parte de los damnificados reconoce que esa mezcla no ha aplacado totalmente la tristeza, ni el miedo, ni la inquina que llevan dentro. De ahí que un número cada día mayor piense que para apaciguar su recalcitrante desasosiego y pasar finalmente la página fatídica deberá plantearse el arduo dilema de perdonar lo imperdonable. A este grupo, sin embargo, se enfrentan quienes consideran que la idea de perdonar semejante monstruosidad contra miles de criaturas inocentes es una proposición disparatada, una deformación de la piedad, un lujo moral inaceptable.

Resistirnos a perdonar actos diabólicos de crueldad es una respuesta humana muy normal. De hecho, si preguntamos a nuestro alrededor, bastante gente mantiene una lista de transgresiones incompatibles con el perdón. Entre los ejemplos que se suelen mencionar destacan el asesinato o la tortura de niños, la violación en pandilla de mujeres, el linchamiento de hombres por pertenecer a una raza diferente y las vejaciones graves a la honra y, por ende, a la autoestima de personas decentes.

El problema de quienes no perdonan es que viven estancados en el ayer lacerante, prisioneros del escenario del horror, obsesionados con los malvados que quebrantaron su vida, lo que les impide cerrar la herida. El odio enquistado amarra a muchos al pesado lastre que supone mantener la identidad de víctima. Además de debilitante, el papel de víctima es traicionero, pues a menudo seduce a los afligidos con derechos o prebendas especiales, pero al mismo tiempo les roba la energía y la confianza que necesitan para superar el trauma.

Se acostumbra a pensar que el perdón requiere un intercambio cara a cara y sincero entre el ofendido dispuesto a perdonar y el ofensor que se arrepiente. Para que esta transacción se produzca, ambas partes tienen que querer y poder comunicarse. Si bien en las afrentas y traiciones más comunes este diálogo suele ser posible, la realidad es que en la mayoría de las atrocidades no se cumplen tales requisitos. En estos casos los agredidos perdonan a solas, no exigen contrición a sus verdugos, ni restan gravedad a la ofensa, por lo que no descartan la aplicación de la justicia.

En mi experiencia, lo que más anhelan los afectados por los ataques del 11-S que deciden afrontar la disyuntiva del perdón es comenzar un nuevo capítulo de su autobiografía y emplear todas sus fuerzas en reconstruir con entusiasmo su vida. Para ellos, perdonar es un proceso lento, silencioso, íntimo, desgarrador, en el que no mandan palabras, ni silogismos, ni creencias religiosas, ni criterios políticos correctos, sino sólo sentimientos. Es una tarea que requiere una buena dosis de introspección, valor y esfuerzo.

El perdón no hace que se olvide la agresión, pero sí ayuda a explicarla y entenderla desde una perspectiva menos personal, más amplia. Induce a aceptar que el sufrimiento y la maldad son partes inevitables de la vida, facilita el restablecimiento de la paz interior y alienta a abrirse de nuevo al mundo. Perdonar es también bueno para la salud. Beneficia al corazón, a la presión arterial, al sistema inmunológico y a la tensión nerviosa, como demuestran los estudios realizados en la Universidad de Stanford, California, en los años noventa. Esto me recuerda una frase que dijo en una ocasión mi agudo y prestigioso colega neoyorquino Thomas Szasz: 'Los tontos, ni perdonan ni olvidan; los ingenuos, perdonan y olvidan; los sabios perdonan, pero no olvidan'.

Quienes perdonan aumentan las posibilidades de liberarse del pasado y volver a controlar razonablemente su destino. Según Desmond Tutu, el obispo anglicano de Suráfrica que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1984 por su eficaz oposición al sistema racista de su país, 'sin perdón no hay futuro'. Imagino que la tendencia humana a perdonar es una cualidad genética favorecida por la fuerza multimilenaria de selección natural, porque permite a los miembros de nuestra especie hacer las paces con el ayer por fatal que sea, reponerse, evolucionar y perpetuarse.

Nadie duda de que hace un año Nueva York quedó marcada. Y hoy no pocos temen que el paso del tiempo nunca llegue a nivelar el enorme cráter de desconsuelo que abrió aquel trágico atentado en la vida de este pueblo, ni borre por completo las imágenes espantosas que dejó grabadas en tantas mentes. Yo sospecho que la naciente disposición a perdonar lo imperdonable es la señal más segura y esperanzadora de que algún día, no muy lejano, todos o casi todos desharemos el nudo que nos ata a los torturadores, miraremos ilusionados a un horizonte más allá del 11-S y disfrutaremos agradecidos de una existencia que nuestra probada fragilidad ha hecho más valiosa.

Luis Rojas Marcos es psiquiatra. Fue presidente del Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York el 11 de septiembre de 2001.

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