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Columna
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Romper el 'cielo'

Hace un tiempo ya que mis conciudadanos y yo nos mantenemos instalados en el cielo. El paisito, en el cielo. Debió ser por los setenta, con la muerte del Dictador y la llegada del régimen democrático. Como nos proponía Led Zeppelin (Page y Plant), subimos, ingenuos, las escaleras al cielo. Eso nos ilusionó y nos cautiva aún hoy, eso nos liberó y hoy nos oprime, nos mantiene en un estado de gracia autosuficiente y banal en el que nos da igual la dirección en que gire el planeta Tierra: después de todo, estamos instalados en el cielo.

Que la Tierra se preocupa por una red europea de ciudades..., ¿y qué nos importa a nosotros que en gloria estamos? Que ellos apuestan por una sociedad informatizada, bueno, aquí, en el paisito, quien más quien menos, lo está. Que apuestan por la Alta Velocidad en el transporte, ¿acaso lo nuestro es un problema de velocidades, o es de territorialidad, de arquitectura nacional? Viva la Consulta y viva el agua bendita de nuestros Santos Obispos.

Ah, no; nosotros no participamos de esas cuestiones mezquinas del planeta Tierra. Nuestros gobernantes, en lugar de gobernar, cuestionan el propio sistema democrático que les dio el mandato. Para qué gobernar si nuestro gobierno no es de esta tierra.

Quienes tocan tierra son nuestros obispos. Ellos sí (a alguien debíamos dejar esa labor), ellos, según corresponde a la tradición, ellos sí pueden tocar tierra (hacer política, vamos). La cosa tiene su historia (muy mal explicada aún recientemente). La clerecía del paisito, allá a finales del XIX y principios del XX, era muy militante de lo suyo (España, católica; y aún más, si cabe, el País Vasco). Todos eran integristas (las leyes, católicas, que son las buenas) o carlistas, partidarios de Carlos VII o don Jaime. Ejercían de eso mismo. No eran curas de altar, sino de púlpito y chocolatada en tardes de domingo. Los obispos eran otra cosa (aunque parecida). Eran alfonsinos convencidos (caso de Mateo Múgica).

La II República (1931) les hizo emerger. Según nos cuentan los historiadores Aizpuru y Unanue, el 54% de los sacerdotes de la época eran carlo-integristas y el 30% nacionalistas. ¿Nacionalistas? Frances Lannon (historiadora británica de la escuela de Raymond Carr) nos da la clave. En el Seminario de Vitoria (el único en la Diócesis Vasca, hasta que Franco y Pío XII la escindiera en 1949), gobernada por el monárquico Múgica, un grupito de eruditos (Barandiarán, Lecuona, etcétera) prolongaron la práctica de acción social y política del sacerdocio vasco en dirección vasquista. (¿Qué era eso? Aún estamos por descubrirlo: Barandiarán, mientras morían gudaris sin remisión -la guerra producía muertos en 1937-, decía, al sur de Francia, no estar interesado en política.) Jesuitas -que valían lo mismo para un abertzale como Lauaxeta, que para un ideólogo del franquismo como fue el caso de Eladio Esparza- y capuchinos completaron aquella deriva. Total, curas políticos según el sentir de una parte del país: nunca hubo curas socialistas.

Luego, vino el tiempo de los curas obreros (años sesenta y setenta) que, como la ultraizquierda (Hika), quedó en parte prendada del nacionalismo (Eliza-2000). Añoveros fue el último de los de monseñor Tarancón. Lo obispos vascos subieron también a ese cielo. De modo y manera que se dio permiso a los eclesiásticos (obispos o clerecía) para tocar tierra (hacer política). ¡Pero, ojo!, en la línea Añoveros-Setién (nuevo valor de la 'escuela canónica de Salamanca') o nada. Eliza-2000 (HB) o el vacío.

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El resto nos elevábamos -sin intervención de Nuestra Señora de la Asunción ni otras fuerzas evanescentes- hacia un cielo autocomplaciente y ciego (y aún estamos en él). En él, mueren mis amigos y podemos morir cualquiera. Los políticos hacen teología y los obispos política. Vivimos ese sueño: vivimos aún en ese cielo irreal. Es hora de pisar tierra (treinta años es toda una vida). Rompamos -si le parece- ese ensueño de lo setenta. Rompamos este cielo que nos destruye (amén Jesús).

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