EL CINE DESPIDE A UN MAESTRO

El exilio de Dios

Cuando hace nueve años, en febrero de 1993, Billy Wilder volvió después de muchos años a Berlín, donde arrancó en 1929 su genial obra, un periodista alemán le preguntó por qué se fue de allí al exilio en 1934, y le contestó: 'No fue idea mía, sino de Hitler'.

No es ésta una más de sus célebres, veloces y punzantes réplicas envenenadas y a bote pronto, sino algo más que eso. Fue el trazo exacto de una verdad dura, grave, y una de las raras veces que habló en primera persona de un asunto que íntimamente le irritaba y seguramente le hería. De ahí su laconismo, inexplicable en un tipo tan l...

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Cuando hace nueve años, en febrero de 1993, Billy Wilder volvió después de muchos años a Berlín, donde arrancó en 1929 su genial obra, un periodista alemán le preguntó por qué se fue de allí al exilio en 1934, y le contestó: 'No fue idea mía, sino de Hitler'.

No es ésta una más de sus célebres, veloces y punzantes réplicas envenenadas y a bote pronto, sino algo más que eso. Fue el trazo exacto de una verdad dura, grave, y una de las raras veces que habló en primera persona de un asunto que íntimamente le irritaba y seguramente le hería. De ahí su laconismo, inexplicable en un tipo tan locuaz como él. Y Billy Wilder se nos ha muerto cuando todo lo relativo a sus raíces y las raíces de su cine está ya encerrado en el desván de los historiadores. Pero hay que recordar ahora ese origen y hacerlo bajar de las estanterías de la complicidad a la calle, porque es un signo identificador no sólo de su condición de artista errante, que nunca perdió, sino de la propia identidad del cine.

Borraron de la cartografía de los sueños a uno de sus fundadores

Fue Billy Wilder un hombre de cine europeo, un cómico berlinés tan de pura cepa como Ernst Lubitsch, al que arrojaron fuera de su ámbito natural y privaron de su estilo de vida, un estilo y un ámbito que se vio obligado a interiorizar y a convertir en atmósfera interior, casi escondida, de sus películas desde el momento que en 1935, con 11 dólares en el bolsillo, cruzó clandestinamente desde México la frontera de California y, como muchos otros hombres de su oficio y de su estirpe, llamó a las puertas de Hollywood y pidió camino para inventar un rasgo esencial de su futuro esplendor. Wilder -como Lubitsch, Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Wilhelm Murnau, Douglas Sirk, Josef von Sternberg, Charles Laughton y tantos otros cineastas geniales de su procedencia- dio sangre, médula y esencia de cine europeo al cine americano clásico; y de ahí la explosiva riqueza, la universalidad de éste.

'Sólo he trabajado con dos genios, Wilder y Sternberg', dijo una vez Marlene Dietrich. La aportación del genio de Wilder al gran Hollywood es inmensa y la fuerza de los rasgos de origen que se perciben en el fondo de esta su aportación es de una nitidez apasionante. Lo que Wilder da a Hollywood nada más llegar allí y casi de una tacada -nada menos que escribir los guiones de La octava mujer de Barba Azul, Medianoche y Ninotchka, el primero y el último para Ernst Lubitsch y el del medio para Mitchell Leisen- es una hazaña portentosa de la fertilidad, que carece de equivalencias y que presagia toda la vasta y variada obra de Billy Wilder como escritor y como director. Pero es un triángulo de comedias inimaginable sin el anclaje de la imaginación que lo forjó en las tradiciones de la escena berlinesa.

Una de las mayores coces contra el cine perpetradas por los dirigentes del nuevo Hollywood, tras la deleznable vuelta de tuerca de 1980 y la conversión de los viejos estudios en sucursales bancarias, fue echar el candado al cuarto trastero, el cuarto de las ideas, del despacho del viejo comediante vienés y ordenar para él, como Hitler medio siglo antes, un nuevo exilio, éste interior, destinado a ninguna parte. Aquella salvajada -se echó del oficio a un cineasta en la plenitud de su talento, porque sus dos últimas películas no habían sido rentables, cuando él había creado decenas de ellas de formidable rentabilidad y por cuatro dólares- era una forma de ceguera que se ha mantenido durante dos decenios y que el propio Wilder sancionó con otra de sus feroces réplicas: 'Aquí no hay ninguna buena obra que quede sin castigo'. Y tuvo así que pagar el peaje de los incontables agravios a mediocres que dejó esparcidos en el largo y tortuoso camino de la excepcionalidad de su talento. Impidieron que los dos últimos bajonazos de la taquilla se prolongaran en nuevas películas dirigidas por él, pero ensancharon la pena a su condición de guionista supremo, tal vez el mejor que ha existido, no dejando que cuatro de las obras que pretendía realizar él las realizase otro. Al exilio siguió el exilio, y el viejo, ya viejísimo, europeo errante siguió siéndolo.

Borraron de la cartografía de los sueños a uno de sus fundadores. Y quienes hace dos décadas cerraron la boca a Wilder, que creó la elocuencia de Hollywood, arguyendo que ya era viejo, ahora serán los primeros en ocupar el proscenio de los funerales de un joven eterno.

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