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LECTURA

Claves para entender los planes de Bin Laden

Gilles Kepel

Más allá de la ignominia de la matanza, del tormento de las víctimas y de sus familias, del duelo de todo un pueblo, de la caída de las Bolsas, de la ruina de las compañías aéreas y de la conmoción de la economía mundial, el cataclismo del 11 de septiembre consigue su efecto, sobre todo gracias al carácter espectacular de la tragedia. Las escenas del avión precipitado sobre la torre y, posteriormente, las del derrumbe de los rascacielos quedarán profundamente grabadas en la memoria universal, con la violencia de la película de una catástrofe hecha realidad. Estas imágenes se inscriben con una eficacia aterradora en el código de las representaciones de los medios audiovisuales de masas. Imágenes semejantes, difundidas de un modo idéntico a todo el mundo a través de la televisión, omnipresente en un mundo globalizado, propagan instantáneamente la onda expansiva del atentado y multiplican hasta el infinito el impacto original. Su precisa puesta en escena tiene dos efectos. El primero, evidente, tiene por objeto aterrorizar al adversario, asustarlo por el número de víctimas inocentes con las que todo el mundo se puede identificar. El segundo intenta movilizar el apoyo de aquellos a quienes los autores de la acción terrorista quieren ganar para su causa, enardecerlos con una violencia ejemplar que promete una próxima victoria y que suscita su adhesión emotiva, su entusiasmo.

El asesinato de Masud, el líder de la Alianza del Norte, se convierte en el preludio del ataque contra Estados Unidos y demuestra que éste forma parte de un guión mucho más complejo
La catástrofe ponía de manifiesto repentinamente la fragilidad del imperio, tiraba por tierra la leyenda de su inviolabilidad; se trataba de un seísmo de consecuencias imprevisibles
La finalidad de los atentados es reactivar la movilización de las poblaciones musulmanas alrededor de las consignas de la 'yihad' para asegurarse la victoria de los movimientos islamistas y permitirles la conquista del poder
La provocación de proporciones desmesuradas intenta suscitar una represión cuya víctima será la población civil afgana y pretende capitalizar la solidaridad de los musulmanes

El objetivo de estas páginas es dilucidar este segundo efecto del atentado del 11 de septiembre, inscribiéndolo en una perspectiva histórica que abarca el devenir del movimiento islámico durante el último cuarto del siglo XX. Después de varios días de incertidumbre, los dirigentes norteamericanos inculparon al millonario de origen saudí Osama Bin Laden y al régimen de los talibanes, que le habían concedido asilo en Afganistán. El 7 de octubre, a través de un mensaje televisado, Bin Laden, sin reivindicar personalmente el atentado, se congratulaba de que 'Alá hubiera bendecido a un grupo de musulmanes de vanguardia, privilegiados del islam, para destruir América'.

Operación de envergadura

Fuera cual fuera la implicación exacta de cada uno, una multitud de indicios concordantes permitieron desencadenar una operación de respuesta de gran envergadura. Esta operación ha conducido al despliegue, desde finales de septiembre, de las unidades militares norteamericanas y británicas alrededor de Afganistán, cuyo régimen había sido instado a entregar a Bin Laden y amenazado de eliminación. Desde su base de Kandahar, el mulá Mohamed Omar, 'comendador de los creyentes' del 'emirato islámico de Afganistán', replicaba llamando a todos los musulmanes del mundo a una yihad contra Estados Unidos y sus aliados desde el mismo momento en que éstos pasaran a la ofensiva. Para estos últimos, el objetivo debía ser aislar y eliminar a Bin Laden y a sus protectores, los cuales, por el contrario, pretendían arrastrar a todo el mundo musulmán en solidaridad con ellos y contra la ofensiva. Ésta parecía ser la finalidad de los atentados de Nueva York y Washington: intentar reactivar, a partir de una adhesión emocional a una acción vivida como el episodio victorioso de una guerra justa y sagrada, la movilización de las poblaciones musulmanas alrededor de las consignas de la yihad para asegurarse la victoria de los movimientos islamistas y permitirles la conquista del poder, en un primer momento, en los propios países musulmanes. A lo largo de la última década del siglo XX fallaron en la empresa de hacerse con el poder político, a pesar de las esperanzas de sus seguidores y de los temores de sus adversarios, que a principios de los años noventa habían predicho su éxito. Sin embargo, las divisiones internas de los islamistas debilitaron su causa y la fuerza unificadora de su doctrina, obligando a un gran número de sus ideólogos a replanteársela y a hacerla compatible con las exigencias de la democracia, antaño despreciada en nombre de la devolución exclusiva de cualquier tipo de soberanismo, no al pueblo, sino al Dios del islam.

Es en este marco del proceso de declive de capacidad de movilización política del movimiento islámico en los propios países musulmanes donde debemos situar la proyección de un terrorismo tan espectacular y devastador en el corazón del territorio norteamericano. Se trata de una tentativa de sustituir este proceso debilitando el paroxismo de una violencia destructora: al desencadenar el apocalipsis, quiere hacerse anunciadora del triunfo de la causa e intenta suscitar la adhesión emocional de las poblaciones implicadas para que se comprometan en la lucha. Semejante fenómeno no es exclusivo del devenir del radicalismo islamista contemporáneo: dos décadas antes, cuando la ideología comunista entraba en su fase crepuscular y se desvinculaban de ella las clases trabajadoras, a las que decía representar, un cierto número de grupos armados, de los cuales los más extremistas fueron las Brigadas Rojas italianas, la Facción Armada Roja Alemana o la red Carlos, vio en el terrorismo el medio ideal para infligir al enemigo daños espectaculares; con ello esperaban, en vano, reanimar la conciencia revolucionaria de las masas y ponerlas de su lado en el término de un ciclo establecido de provocación, represión y solidaridad. El islamismo de hoy en día y el comunismo de ayer no son de la misma naturaleza ni de las mismas dimensiones, pero no está de más recordar -en un contexto en el que el desencadenamiento de una violencia mortífera suscita una emoción considerable y reacciones pasionales- que el terrorismo no es necesariamente la expresión de la fuerza del movimiento que lo reclama, y que una vez superada la devastación que provoca, aunque sea tan gigantesca como la del 11 de septiembre de 2001, nadie garantiza que pueda convertirla en una victoria política que le permita hacerse con el poder que codicia.

Los atentados de Estados Unidos se han producido en un contexto en el que el resentimiento antiamericanista en el mundo musulmán, a juzgar por los editoriales de prensa, por los debates en la cadena árabe por satélite Al Yazira o las manifestaciones en la calle, ha alcanzado unos niveles desconocidos hasta el momento. Diez años de embargo contra Irak, entrecortados por los bombardeos, han tenido un efecto tan negativo que el enemigo designado, Sadam Husein, se porta mejor que nunca, e incluso se encuentra cómodamente afincado en su poder absoluto, mientras que la sociedad iraquí se encuentra atrapada entre el yunque y el martillo y sufre una situación aterradora. Es más, las grandes esperanzas suscitadas durante el decenio transcurrido en el proceso de paz entre israelíes y palestinos bajo los auspicios estadounidenses han engendrado una amargura de las mismas dimensiones, ya que los beneficios económicos esperados todavía no han visto la luz. Se ha traducido en rabia por el bloqueo que han sufrido los portavoces israelo-palestinos, a partir de septiembre de 2000, por una nueva Intifada, llamada Al Aqsa en honor a la gran mezquita de Jerusalén.

Sean cuales sean las causas o las responsabilidades que cada uno imputa a uno u otro campo en este resurgimiento de la violencia, ésta ha fomentado como nunca las tensiones regionales y ha radicalizado las posiciones antagonistas, abriendo una llaga entre las innumerables reivindicaciones y frustraciones políticas, económicas y sociales para las que la beligerancia palestina ha servido de catalizador. En el mundo musulmán, el apoyo a la revuelta palestina, que ha adoptado como emblema la muerte filmada de un niño de Gaza acribillado a balazos, el joven Mohamed al Durra, se ha nutrido de la proyección de imágenes de los atentados suicidas cuyos autores gozan de una opinión popular más bien favorable, a pesar de que también hayan causado la muerte a civiles israelíes y de la condena de los atentados por parte de Yasir Arafat. Ante esto resulta imposible ignorar el hecho de que las respuestas o los 'ataques preventivos' del ejército norteamericano están llevándose a cabo con los misiles teledirigidos, de una guerra electrónica tan elaborada que ningún ejército del mundo musulmán podría igualar. Este sentimiento de impotencia, de desequilibrio fatal de fuerzas, no ha tardado en tornarse contra Estados Unidos. Se le juzga culpable de garantizar una supremacía absoluta a Israel y -por la política de benign neglect hacia la política de Ariel Sharon imputada a Washington desde la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca, en enero de 2001- de haber abandonado la imparcialidad que se esperaba de la potencia hegemónica mundial, sin la cual no se podría dar salida al conflicto.

'Kamikazes'

Éste es el contexto inmediato en el que aparecieron en el mundo musulmán las imágenes del atentado del 11 de septiembre: una operación de kamikazes que impulsaba al paroxismo la práctica planeada de atentados suicidas contra los civiles por la matanza de más de 6.000 personas. Al mismo tiempo ponía de manifiesto una sofisticación técnica y una puesta en escena espectaculares que pretendían dar un escarmiento a los golpes imparables y a los efectos de imagen de la guerra electrónica llevada a cabo por Tsahal [ejército israelí] en Palestina o por el ejército de EE UU durante la guerra del Golfo.

Esta puesta en perspectiva temporal permite comprender cómo unos atentados, que en el plano de la moral universal constituyen un crimen contra la humanidad, estarían destinados a verse por lo menos relativizados por los que en el mundo musulmán alimentan un violento resentimiento contra la política de EE UU en Oriente Próximo. No se descarta que los ejecutores hayan integrado estos datos escogiendo para desencadenar la operación un periodo en el que la exacerbación de las pasiones al hacer prevalecer el compromiso político sobre la moral universal debía minimizar, en las poblaciones que se debían movilizar, la indignación ante la carnicería de civiles y, por el contrario, maximizar el efecto de adhesión a la causa de los que han conseguido golpear de un modo inaudito al adversario norteamericano.

Sin embargo, partiendo del análisis de este contexto, uno no sabría pronunciarse por la aprobación de las poblaciones del mundo musulmán con objetivos políticos que, a largo plazo, coinciden con los de los terroristas, y tampoco por la resignación ante una movilización de masas a su favor, ante la presión o los ataques de Estados Unidos sobre Afganistán. En primer lugar, la reivindicación de los atentados, si bien complica la respuesta norteamericana, hace más difícil el apoyo a la causa de los que los han perpetrado, ya que ésta, más allá de los daños infligidos a Estados Unidos, queda en el aire. La fuerza del terrorismo, que reside en lo repentino y en el efecto sorpresa y en su 'intrazabilidad', demuestra su debilidad cuando llega el momento de recoger los beneficios políticos con los que contaba. En este caso, la responsabilidad de Osama Bin Laden y de sus colaboradores resulta de las acusaciones basadas en un conjunto de indicios persuasivos, pero el multimillonario saudí venido a menos, al rechazar asumirlos directamente, se priva de toda capacidad de estructurar tras él un movimiento de masas capaz de conquistar efectivamente el poder en el mundo musulmán. Se mantiene como un símbolo, como un icono, en contacto directo con los únicos activistas que pertenecen a su organización secreta, apartados de la sociedad por una estricta clandestinidad y privados por ello de los medios de acción del proselitismo del encuadramiento de la población y de su movilización. Sólo se comunica con ésta a través de un canal aleatorio de los medios de comunicación de masas, que por todas partes suplen sus acciones espectaculares, pero que no consiguen inducir más que a una reacción emocional inmediata de solidaridad, a un entusiasmo errático. Una reacción como ésta es instantánea, pero no perdurable, ya que no dispone del relevo social de un movimiento bien implantado capaz de traducir esta emoción en actos de desobediencia civil masiva -al contrario que el partido leninista de vanguardia en 1917 o el clero iraní en 1978.

Por esta razón, los atentados terroristas de septiembre de 2001 son, ante todo y en primer lugar, una provocación de dimensiones desmesuradas que intenta suscitar a cambio una represión gigantesca cuya víctima será la población civil afgana y que pretende capitalizar en torno a la previsible solidaridad por parte de los musulmanes del mundo hacia sus hermanos bombardeados, una reacción de gran repercusión. Puede entonces ser sustituida por una red de predicadores que llamarán a una yihad defensiva, ya que la 'tierra del islam' ha sido atacada por los 'impíos'. Un indicio mayor permite pensar que, al igual que el jugador de ajedrez experimentado es capaz de anticipar la respuesta de su adversario, los líderes de los atentados de septiembre contaban de antemano con esta respuesta norteamericana contra el Afganistán de los talibanes. Tres días antes de los ataques contra Nueva York y Washington, el comandante Ahmed Shah Masud, jefe de filas de la oposición al régimen de Kabul, fue asesinado en su feudo de Panshir, en el norte del país, por dos magrebíes de Bélgica que venían a entrevistarle y que habían presentado carnets de periodista facilitados por un medio islámico radical de Londres. Igual que los asesinos de antaño eran enviados por el Viejo de la Montaña para matar a sus enemigos, los dos homicidas murieron con Masud en la explosión de su cámara trucada.

Masud constituía la figura más creíble alrededor de la cual Estados Unidos habría podido federar una oposición al régimen de los talibanes en el momento en que desencadenaran una ofensiva contra ellos en respuesta a los atentados. Al privar a la respuesta de su principal punto de apoyo, el asesinato de Masud se convierte en el preludio del ataque contra EE UU y demuestra que éste forma parte de un guión mucho más complejo en el que no constituye más que el primer acto.

El segundo acto, la fase de represión tras la provocación apocalíptica del 11 de septiembre, es la prueba de verdad para los dos adversarios. Aquí se invierten los papeles: el actor terrorista permanece pasivo y se convierte en el objeto de la batida. Si la represión consigue identificar su objetivo con precisión, aislarlo, evitar que cause más daños y limitar al mínimo las consecuencias de la guerra entre la población civil, convertida en escudo humano para los que intentan pasar desapercibidos en su seno, no habrá tercer acto. En cambio, si se desencadena la represión y multiplica las víctimas civiles en nombre de lo que el lenguaje militar designa con el eufemismo de 'daños colaterales', la trampa se cierne y da comienzo el tercer acto: la solidaridad. El actor terrorista intenta entonces convertirse en el catalizador de un movimiento social que tiene como vector el vocabulario de la yihad contra los impíos que han invadido el territorio del islam y que masacran a los musulmanes.

Segundo acto

En el transcurso de las primeras escenas de este segundo acto, cada uno de los adversarios intenta multiplicar las alianzas para aislar al otro ante el desencadenamiento de las hostilidades. De este modo, EE UU ha conseguido la ruptura de las relaciones diplomáticas y comerciales entre los Emiratos Árabes Unidos y el régimen de Kabul, una jugada fundamental, ya que el acceso económico y financiero de los talibanes hacia el mundo pasa principalmente por aquí. Han apostado tropas en Uzbekistán, toda una novedad en esta antigua república soviética cuya consecuencia inmediata debería hacerse sentir dando rienda suelta al Kremlin ante la insurrección chechena. También han obtenido el apoyo del presidente paquistaní, el general Musharraf.

En este país, la línea de división es estrecha y los partidarios de la solidaridad con los talibanes cuentan con sus contingentes más potentes. Los 'estudiantes de religión' que tienen el poder en Kabul surgen efectivamente de las madrazas paquistaníes afiliadas a la escuela deobandi, un movimiento capaz de movilizar a cientos de miles de alumnos que profesan una obediencia ciega a sus maestros y que responden a las llamadas a la yihad lanzadas por Mohamed Omar. Sin embargo, más allá de las intenciones sesgadas de las manifestaciones de los deobandis paquistaníes difundidas por las televisiones del mundo, donde no faltan los barbudos con turbante quemando banderas norteamericanas y blandiendo retratos de Bin Laden, más allá de los grupos paramilitares nacidos en su seno, especializados en la masacre de shiíes de Pakistán y la guerrilla contra el ejército indio de Cachemira oriental, su capacidad de movilización de masas es puesta en duda, en un país de 160 millones de habitantes agotado por las luchas internas y cuya propia cohesión difícilmente resistiría a una nueva huida hacia delante en el radicalismo religioso.

El apoyo norteamericano es indispensable para la supervivencia de Pakistán, que no tiene más de medio siglo de historia caótica. Esto ha determinado el compromiso de su presidente en el bando de EE UU, pero la realpolitik paquistaní necesita de la 'profundidad estratégica' que representa un Afganistán 'amigo' en un entorno regional en el que la India, el Irán shií, Rusia y las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central son vistas desde Islamabad con recelo. Ésa fue la razón del apoyo decisivo prestado por los servicios secretos del ejército paquistaní (ISI), desde 1994, a la ascensión de los talibanes, surgidos de la etnia pastún presente en ambos lados de la frontera y que ha proporcionado un gran número de oficiales al ISI. (...)

Amanece en Manhattan el 11 de septiembre. El primer avión secuestrado ha impactado en una de las Torres Gemelas, mientras el otro enfila implacable hacia la segunda.
Amanece en Manhattan el 11 de septiembre. El primer avión secuestrado ha impactado en una de las Torres Gemelas, mientras el otro enfila implacable hacia la segunda.REUTERS

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