Columna

Los azotes contagiosos

En el periodismo, o en la vida, hay una norma secreta según la cual un determinado suceso imprevisto genera una repetición anormal de acontecimientos semejantes y sincrónicos, como si de un azote contagioso se tratase. Hace años cayó un meteorito del cielo y aunque era un caso insólito a continuación se desató una abrumadora lluvia en todo el país, hasta el punto de que no había pueblo importante que no se jactara de poseer una piedra extraterrestre. Pero no siempre el suceso que genera la repetición es fantástico o peregrino. A veces es trágico. En Andalucía, el secuestro de un pequeño, origi...

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En el periodismo, o en la vida, hay una norma secreta según la cual un determinado suceso imprevisto genera una repetición anormal de acontecimientos semejantes y sincrónicos, como si de un azote contagioso se tratase. Hace años cayó un meteorito del cielo y aunque era un caso insólito a continuación se desató una abrumadora lluvia en todo el país, hasta el punto de que no había pueblo importante que no se jactara de poseer una piedra extraterrestre. Pero no siempre el suceso que genera la repetición es fantástico o peregrino. A veces es trágico. En Andalucía, el secuestro de un pequeño, originó cientos de secuestros imaginarios a las puertas de los colegios hace una decena de años.

Las informaciones sobre los animales también tienen ese carácter de plaga. Hace meses los perros, como si actuaran por un pacto inmaterial, semejante al que ha incorporado a los militantes del GIL al PP, decidieron atacar a propios y extraños y durante un tiempo menudearon con tal frecuencia las noticias sobre personas con las narices y los brazos mordidos que las autoridades reforzaron las leyes y ampliaron el número de razas peligrosas. Un buen día, de consuno, los perros acordaron reservar sus dentaduras para los alimentos y el mundo recuperó la normal relación entre sus distintos reinos.

Pero ese estado de bonanza es precario. Ayer los noticiarios dieron cuenta de la aparición en una perrera de la asociación protectora de animales de Tarragona de quince canes a los que unos desconocidos habían cortado las patas delanteras armados con unas sierras y luego habían abandonado hasta morir desangrados.

La noticia es espeluznante pero a mí me sugirió además el comienzo de una cadena causal. Una noche antes había cogido distraídamente de la biblioteca una novela de Virginia Woolf que cuenta las impresiones de Flush, un cocker spaniel, sobre la poetisa victoriana que lo adoptó como mascota. La elección del libro, desde luego, no podía ser más extraña ni el perro más manso y conversador.

Con la silueta fantasmagórica de Flush retozando en la mente me llegó la noticia del suceso sanguinario de Tarragona y a continuación esperé. No tardó en llegar la segunda. Cuatro perros habían sido envenenados en el depósito municipal de vehículos de Torremolinos. La agencia Efe revistió la información con un inquietante carácter humano: 'Un perro resultó muerto y otros tres heridos de gravedad...'.

Quizá ahora le toque el turno a los perros y los concejales del GIL. La norma secreta que regula las repeticiones informativas es muy estricta y si surge la primera sale a continuación un ciento. Una moción de censura contra el alcalde de Estepona, propugnada por el PP y antiguos ediles del partido de Jesús Gil, ha destapado un experimento de vasos comunicantes entre ambas formaciones.

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Ahora bien, lo que está por aclarar en todos estos intrigantes ciclos es quiénes son los responsables: si los perros, los mataperros, los concejales del GIL o la dirección del PP. O los periodistas, que somos quienes elegimos y redactamos las noticias.

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