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A fuego cruzado entre el islam y Occidente

Dos años después del golpe, Musharraf debe ayudar a EE UU mientras se enfrenta a la protesta integrista en Pakistán

Miguel Ángel Villena

Basta observar atentamente la ubicación de Pakistán en un mapa de Asia para darse cuenta del valor estratégico de un país que se ha convertido en una de las piezas clave del nuevo orden mundial. Fronterizo con India, China, Afganistán e Irán, con una superficie de 778.720 kilómetros cuadrados, poblado por cerca de 138 millones de habitantes, que son musulmanes en su inmensa mayoría, y con una agitadísima historia política desde su independencia en 1947, Pakistán desempeña el papel de termómetro del mundo. Y el tipo que controla el mercurio de la temperatura se llama Pervez Musharraf, un general de 57 años que se hizo con el poder, hoy hace dos años, a través de un golpe militar incruento contra el primer ministro Nawaz Sharif. Una asonada tranquila y suave que apenas provocó protestas aisladas en ese inmenso país. Para Occidente, Musharraf ha pasado de ser un dictador apestado al frente de un Ejército que dispone de armas nucleares a figurar como un líder capaz de hostigar a los talibán o de negociar con ellos, dispuesto a colaborar con el despliegue militar de EE UU y de sus aliados en la lucha contra el terrorismo y con la energía y habilidad suficientes para frenar a una población antiamericana, vinculada a los afganos por múltiples razones y, en buena medida, simpatizante de partidos islamistas.

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Países limítrofes:: Pakistán
Protagonistas:: Pervez Musharraf, presidente militar

En enero de 1977, cuando entró en vigor la enésima ley marcial que ha sufrido Pakistán desde su independencia, William E. Richter, un experto en la zona, escribió: 'Los partidos paquistaníes han sido históricamente débiles; las elecciones, cuando se han logrado celebrar, han sido preludio del desastre; la sucesión se ha realizado mediante la agitación política y los golpes militares, y no a través de las urnas'. Richter definía la historia reciente del país -independizado del Reino Unido en 1947 al mismo tiempo que India y posteriormente enfrentado en una guerra civil en 1971 que dio origen a dos Estados (Pakistán y Bangladesh)- como 'una tradición política trágica'. No es para menos. El último medio siglo de Pakistán está salpicado de revueltas militares y estados de emergencia; de escándalos de corrupción y fraudes electorales; de mandatarios que son condenados a muerte y ejecutados como Zulkifar Ali Bhutto (abril de 1979) o que fallecen en un extraño y nunca aclarado accidente de aviación como el general Zia en agosto de 1988; de conflictos territoriales con India a causa de Cachemira; con una constante tensión entre laicos y religiosos, entre las influencias occidentales que pretenden exportar su modernidad y el peso de la tradición cultural. Tal vez sea la diversidad lingüística el mejor ejemplo para ilustrar las múltiples contradicciones y conflictos de Pakistán. En un país donde el 48% de la población habla punjabí, el 13% pusto, el 12% sindhi y el 10% saraiki, entre otros idiomas, el urdu, usado por apenas el 7% de los habitantes, fue elegido como idioma oficial. Para completar este paisaje siempre a fuego cruzado entre Oriente y Occidente, entre islam y grandes potencias, el inglés es un idioma extendidísimo, fruto de su uso como lengua universal y de la dominación británica desde comienzos del siglo XIX.

Con este panorama de fondo, Musharraf, hijo de un diplomático, se ha movido en una difícil pirueta al aparecer como un líder liberal y moderado con vistas a Occidente, al tiempo que suspendía la Constitución, disolvía el Parlamento y asumía todos los poderes. Tolerado por Estados Unidos y Europa con cautela y conciliación, tratado por Occidente con una combinación de palo y zanahoria en lo que se refiere a ayudas económicas, apoyo militar y respeto diplomático, el papel de Musharraf se ha revalorizado tras los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos y el posterior bombardeo de Afganistán. Enfrentado a amplios sectores de paquistaníes, que consideran que América es el gran Satán, Musharraf se ha visto forzado a depurar la cúpula militar y los servicios de espionaje de islamistas, ha esgrimido como bandera las generosas inversiones occidentales que llueven ahora sobre Pakistán e intenta contener las diarias manifestaciones con el despliegue del Ejército y de la policía en las calles de las principales ciudades. La unidad del Ejército figura como el elemento clave de la supervivencia de Musharraf.

A partir de una relación ambigua con los talibán afganos, con los que Pakistán no ha cortado relaciones diplomáticas, y temeroso no sólo de la ira de los islamistas en su país, sino de las oleadas de refugiados en las fronteras, Musharraf recibirá el lunes al secretario de Estado norteamericano, Colin Powell. El general paquistaní pedirá con una mano que cesen pronto los bombardeos de Afganistán y que no se extiendan a otros países musulmanes. Con la otra mano solicitará más ayuda para apaciguar la rebelión de las masas islamistas. Musharraf está entre la espada y la pared.

Soldados de Pakistán patrullan las calles de la ciudad de Quetta.
Soldados de Pakistán patrullan las calles de la ciudad de Quetta.ASSOCIATED PRESS
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