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Columna
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Canícula de agosto

A pesar de los esfuerzos con que el Universo pretende continuar su marcha, tarde o temprano el bochorno agosteño suspende todo juicio y actividad. Este año ha costado lo suyo. La política (esa voraz serpiente informativa) se ha resistido a dejarnos: Aznar e Ibarretxe, Rajoy y Balza, han concertado encuentros decisivos en ese delicado quicio que separa los meses de julio y agosto. Por otra parte, Gescartera, una sociedad compuesta, a lo que parece, por chorizos de auténtico guante blanco, ha visto reveladas sus pifias en estas mismas fechas, resucitando al tiempo, con Jaime Morey, la vertiente más hortera del tardofranquismo. La verdad es que los escándalos financieros son propios del invierno y en modo alguno de estos días calurosos. El escándalo de Gescartera debería haber salido a la luz en momentos más fríos, cuando los ternos de franela y las corbatas de seda aún tienen sentido. Un ladrón financiero apenas es identificable en traje de baño y playeras.

Pero parece inevitable que todas las aguas vuelvan a su cauce. Los familiares de las últimas víctimas de ETA rumiarán su amargura a solas, y los modestos ahorradores a los que Gescartera ha privado de toda esperanza se quedarán también en casa, si bien por razones estrictamente económicas. Todos ellos padecerán por lo que injustamente les ha sido arrebatado antes de que llegara la canícula de agosto, cuando todo o casi todo se detiene. Para los demás quedará tan sólo ese periódico adelgazado que llevamos a la playa, que leemos distraídamente, casi por descuido, mientras sesteamos sobre una toalla o sobre una colchoneta.

Informativamente, el verano es también tiempo de desgracias, pero que transcurren lejanas. El año pasado se siguió desde las piscinas, desde las terrazas, el terrible drama de los marineros del Kursk. Las posibilidades de encontrarlos con vida se iban agotando día a día. Contábamos las horas bajo una sombrilla, o convocados en torno a una sangría y unos berberechos. Es lo malo del periódico de agosto: que no logra eximirnos de la mala conciencia. Al fin y al cabo, nosotros hemos hecho un alto en el camino mientras que a algunos el camino se les corta para siempre.

Las serpientes de verano, por otra parte, han cambiado hace tiempo su naturaleza. Ya nadie rellena páginas con el monstruo del lago Ness o con el último avistamiento de ovnis en Segovia o Puertollano. La fiebre de las revistas del corazón se contagia a la prensa diaria, con la misma mortífera eficacia de una epidemia de gripe en el siglo XIX. Gracias a ese rebaño de gente ociosa nos enteramos de todo un universo de banalidades, que transcurre a nuestro lado y que convoca el interés de un público vorazmente cotilla.

Si casi todos descansamos en agosto, los que no hacen nada, los famosos, esos famosos inconcretos que nunca han dado un palo al agua, continúan con su vida, habida cuenta de su alergia a cualquier forma de utilidad, que no se alivia ni siquiera en estas fechas. Las televisiones rellenarán horas y horas con ellos, y nosotros sabremos algún nuevo detalle de sus vidas en esa distraída hora de la tarde en que volvemos de la playa, mientras ponemos los bañadores, los bikinis, en remojo.

El verano volverá a regalarnos violentos contrastes. Ana García Obregón entregada de lleno a sus vacaciones e impresionantes inundaciones en alguna remota provincia china. Antonio David paseando su talento por las calles y nuevas informaciones sobre las mujeres de Afganistán, que llevan la cárcel encima. Festejos en Marbella, donde lucir piedras preciosas y hambruna en alguna república africana. En el verano suelen transcurrir cosas lejanas sólo porque nos pillan fuera de casa. Para la esforzada clase media, Marbella o Afganistán, la Costa Azul o las aguas del Ártico (esas donde aún reposan los restos del Kursk) siempre serán cosas lejanas.

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