Jilgueros
Una vecina de mi calle, en el pueblo, me ha contado una historia de jilgueros, vivida por ella misma con una congoja difícil de transmitir. A comienzos de julio, su marido le trajo del campo una cría de esa especie, de pocos días. (Es frecuente en esa época del año que muchas crías de aves queden orfandadas por los avatares de la naturaleza y sus recónditas leyes). La mujer, con sus mejores intenciones, se dispuso a salvar de una muerte segura al indefenso animal, dándole la protección que parecía faltarle. Lo metió en una jaula y se empleó en alimentarlo como bien pudo. A mayor cuidado, lo entraba por las noches en la casa y lo sacaba por las mañanas al balcón. Cierto día, para su sorpresa, vio cómo un jilguero adulto se acercaba a la jaula y por entre los hierrecitos conseguía regurgitar en el ávido pico del pequeño lo que traía almacenado en el buche, como es costumbre en esos animales. Mi vecina, enternecida y asombrada, lo dejó hacer, en la certeza de que nadie como la que era sin duda la madre natural podría sacar adelante a su propia cría, a base de insectos y de semillas maduras, dieta común de estos pájaros. Para su satisfaccción, advirtió que, en efecto, el jilguerillo ganaba peso con extraordinaria rapidez. Cuando se lo contó al marido, le sorprendió que a él no le resultara tan extraordinario el fenómeno. Más bien pareció pensativo, pero se limitó a comentar, lacónico: 'Veremos a ver'.
En este punto, tal vez convenga saber, o recordar, otras curiosas costumbres de estas aves, tan familiares a los andaluces, aunque ya, por fortuna, han desaparecido ciertos espectáculos de pseudo-adiestramiento cruel. Una vez vi, en una venta del camino, a un jilguero que revoloteaba por el establecimiento, en aparente libertad, pero regresando una y otra vez a su percha, tras ganar una cierta distancia aérea, a cuyo límite parecía existir una barrera invisible. El truco consistía en que un largo y fino hilo de nylon sujetaba al animal por una pequeña argolla, que le había sido introducida en la piel del pecho, por debajo del plumaje. Éste, y otros entretenimientos nada edificantes, son o eran posibles con los jilgueros gracias a que estos animales buscan la cercanía del hombre, en la confianza de que ello les protege de sus depredadores salvajes -es un decir-, tales como rapaces o las llamadas alimañas, las cuales, sin duda con más sabia determinación, rehuyen la presencia humana. Digo todo esto por si, de lo que sigue, pudiera pensarse que los jilgueros algo han aprendido con el tiempo que les estuviera modificando la conducta.
La mujer de esta historia real continuó observando cómo, de día en día, el pollo engordaba y engordaba con la nutrición natural que le acercaba cada mañana su progenitora, o acaso progenitor. Incluso, al recordarlo, le parecía que era un crecimiento excesivamente rápido, más parecido a una hinchazón. Nunca hubiera podido imaginar por qué, hasta que cierta mañana, al poco de recibir su ración matutina, el jilguerillo expiró de repente. Cuando el marido regresó aquel día del campo y conoció lo ocurrido, sentenció, con su acostumbrado laconismo: 'Claro, como que no lo estaba alimentando. Lo estaba envenenando.'