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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La doble divisoria de Génova

Las revueltas de Mayo del 68 acabaron sin un solo muerto en las barricadas de París. El pasado miércoles fue enterrado Carlo Giuliani, de 23 años, muerto en Génova por un disparo de fuego real en la cabeza por parte de un inexperto agente de policía, tres años más joven que él. La manera en que actuó la policía italiana contra los manifestantes, violentos y pacíficos, en la cumbre del G-8 en Génova es indigna de una democracia. Silvio Berlusconi se ha escudado culpando de la organización al anterior Gobierno, pero ha rechazado una investigación parlamentaria. Ha prometido una de Interior, pero ¿quién va a creer lo que salga de un ministro, Claudio Scajola, que considera que 'no hay hechos, sino interpretaciones'?

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Las brutales perquisiciones en los locales de algunos movimientos y los humillantes y violentos malos tratos a algunos detenidos, entre ellos varios españoles, recuerdan los modos de regímenes autoritarios y deberían llevar a una protesta formal del Gobierno español ante el italiano, como se está planteando desde otras capitales. Pero Aznar no le va a hacer eso a su amigo Berlusconi, menos cuando su secretario de Estado para la Unión Europea, Ramón de Miguel, en una extravagante inversión de los términos del problema, ha equiparado los movimientos antiglobalización a un 'triste espectáculo de fascismo'.

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Justamente, Aznar tiene muchas lecciones que sacar de Génova con vistas a las protestas que se preparan para algunas de las reuniones del semestre español, a partir de enero próximo. Entre ellas, la de evitar el castigo policial de muchos por la violencia de unos pocos. Y ante todo, la de asegurar que las fuerzas del orden actúen como garantes de los derechos y libertades de los ciudadanos, entre los que se encuentra el de manifestación. Las fuerzas italianas sabían bastante bien quiénes eran los agitadores violentos, pero no tomaron suficientes medidas preventivas contra ellos.

La solución no está en que el G-7 y Rusia se reúnan en un recóndito lugar en las Rocosas canadienses. Las organizaciones que forman la red de la gobernación global deben celebrar sus reuniones políticas, pero es necesario controlar y actuar contra los grupos violentos y negociar con los pacíficos. Frente al fracaso de Génova está el modelo Porto Alegre, que se constituyó en encuentro alternativo en Brasil al Foro Económico Mundial de Davos. Sin mediar tanta distancia, con vistas a otras protestas, debería ofrecerse a los grupos críticos centros en los que reunirse y debatir, y facilitarles que dispongan de sus propios servicios de orden.

Génova ha marcado una doble línea divisoria: en materia de violencia y de contenidos. Hasta ahora, los intereses de los pacíficos y de los violentos han podido entrelazarse para aprovechar el trampolín mediático. Ya no. Es de esperar que los pacíficos, que son abrumadoramente más numerosos, sepan separarse de los otros. De otro modo, el mensaje de los que propugnan una globalización alternativa quedará ocultado por los cócteles mólotov y los botes de humo.

De la misma manera que no se puede definir la globalización de un modo unívoco, tampoco la antiglobalización es unidimensional. Es una suma de movimientos variopintos, contradictorios, extremistas unos, reformistas otros. Hay dos elementos centrales en estos movimientos de protesta en este mundo de la posguerra fría que han reemplazado a las grandes alternativas ideológicas por la defensa de causas. Por una parte, la crítica del modelo de producción y consumo y su impacto medioambiental. Por otra, la desigualdad. Pues si nunca la humanidad ha visto tanto progreso como en los últimos años, nunca ha sido tan grande la diferencia entre los más ricos y los más pobres, en el seno de las sociedades y entre los países.

Hay un Sur interior y exterior que se está quedando al margen de la globalización. Las brechas no sólo se ensanchan, sino que se multiplican: la digital, la de las enfermedades y medicamentos, la del acceso al agua... Es la lucha contra la exclusión la que alimenta estos movimientos, cuyo éxito, ya anterior a Génova, ha sido el de introducir estos temas en la agenda de los grandes, despertar un interés general por los mensajes de los mal llamados 'antiglobalizadores' y constituirse en actores de la nueva agenda, con los que hay que contar.

Una vez más, la política llega tarde. Partidos de izquierda y sindicatos van a remolque de los acontecimientos. La economía empieza a organizarse a nivel mundial, pero la política no. El grupo de las naciones más poderosas dejó en Génova de transmitir gobernabilidad. El mundo aparece así como un gran autobús lanzado a gran velocidad, pero sin nadie que lleve el volante.

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