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Columna
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Las palabras y las cosas

Uno de los primeros síntomas evidentes de que el mundo va mal es el hecho de que las palabras y las cosas vayan divorciándose cada vez más, de que entre ellas crezcan abismos que ni los más entrenados gimnastas logran saltar. El lenguaje se nos empobrece, falta la sal a los adjetivos, los libros se llenan de una escritura de ceniza que no tiene nada que ver con la clorofila y el aire, sino con toda esa retórica apelmazada de las frases hechas que se aprende en otros libros. Las palabras son fósiles de sí mismas y la poesía parece anémica, y nadie encuentra hoy para qué pueda servir un modesto libelo de versos.

Afortunadamente, existen excepciones: el Circo de la Palabra Itinerante lleva danzando y mostrando sus acrobacias por toda Sevilla desde hace años, intentando prestar oxígeno a las metáforas que lo necesitan. He visto pocas veces a David Eloy Gutiérrez, el capitán del equipo, pero creo que nos hemos caído bien; tiene una franca mirada azul y un aspecto de guerrillero de retirada, al que no desaniman las derrotas. Le he visto recoger un par de premios de poesía y pronunciar un par de ásperos discursos de agradecimiento, y una vez colaboré con él y su grupo en un taller de escritura creativa que perpetraban en la calle Feria.

Mucha gente se acercaba a aquel local apartado, frente al mercado, con la esperanza de aprender los arcanos de aquello que Rimbaud llamó la alquimia del verbo: amas de casa, jubilados, flamantes ejecutivos y estudiantes, un censo que nos hizo pensar que la poesía flota por todas partes pero carece de instrumentos, que las palabras han quedado atrás y ella ha proseguido el vuelo, como una libélula de papel. David Eloy y sus compañeros tratan de poner herramientas en las manos de esos caminantes a tientas, piolets que les sirven para subir colinas o escalar los montes, porque es ahí donde comienza el arduo alpinismo de la poesía. Muchos desestimaban su trabajo alegando que el estudio no trae la inspiración, y que la lírica depende de una oscura predestinación genética que también elige el color de los ojos. Lo cual me recuerda aquella respuesta de Augusto Monterroso: a la pregunta de si se nace poeta, él replicó que no conocía a ningún poeta que no hubiera nacido.

Seguramente muchos de los antiguos alumnos de esos talleres formen parte ahora del ciclo Poesía en resistencia, conjunto de recitales que La Palabra Itinerante organiza cada miércoles en la sala La Imperdible. Poetas anónimos, en bruto, sin envasar, que se suben a un escenario y practican la forma más elemental de su arte, aquélla que consiste en pronunciar palabras para que hallen eco en los oídos de otros. Una iniciativa tan escasa como necesaria, que nos pone de nuevo ante la actualidad de la poesía, de su plena vigencia en un mundo que vive famélico de lenguaje, que ha perdido la ligazón entre los seres y sus nombres.

El país que carece de historia está condenado a morir de frío, decía Toynbee, pero una congelación todavía más dolorosa aguarda al que carece de poesía: porque necesitamos urgentemente de las palabras y su calor, porque en lo más profundo de nuestra conciencia, allí donde se escurre el barro de nuestro yo, somos esos primeros nombres que dieron orden al mundo.

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