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Columna
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Marqués

Estuve en la presentación de la reedición del libro de Josep Vicent Marqués, País Perplex, y por diferentes razones no he tenido la oportunidad de leer lo que las crónicas recogieron del evento. Debí participar en su momento, como invitado, en los epílogos que acompañan a esta nueva edición; y no lo hice. Quise escribir para ese día una columna oportuna y oportunista, y no pude. Así que, pasados los idus, y desvanecidos inevitablemente los ecos de la fiesta, dejaré ahora sobre el papel, que es donde permanecen para siempre, unas breves sentencias a propósito del libro, de Marqués y del reto que le planteé al autor en respuesta a sus amistosas recriminaciones pronunciadas sin pudor alguno y con la ventaja de haber sido sugeridas precisamente por mí.

Marqués puede preciarse de haber sido casi el único intelectual del conjunto de la izquierda alternativa que se acercó a finales de los años sesenta al tema de la identidad nacional de los valencianos sin los prejuicios del marxismo al uso, es decir, sin depender de la escolástica que daba a la lucha de liberación nacional el carácter de movimiento pequeño-burgués que la revolución proletaria acabaría barriendo, y formulando, al tiempo, argumentos tímidamente equidistantes de la mística catalanófila que se estaba abriendo paso de la mano de sus otrora compañeros del PSV. Marqués dudó -sin una convicción completa-, de que el mito de la catalanidad pudiese impregnar de verdad un proyecto de liberación nacional para los valencianos, abriendo así un interrogante que el tiempo iba a resolver en su favor, dándole la razón.

Sin embargo, siempre he tenido la duda de si la desconfianza de Marqués hacia el mito de la catalanidad de los valencianos traducía la percepción de nuestra diferencia ya insalvable con los catalanes (del Principat), o si la catalanidad le parecía un mito radicalmente burgués poco compatible con el grueso de su pensamiento, es decir, la apuesta por la revolución proletaria.

De un modo u otro, en País Perplex había poco o ningún espacio para la revolución (por razones obvias) y mucho para la diagnosis intuitiva de una sociedad singular, la valenciana, en tránsito vertiginoso de una dilatada historia de abdicaciones civiles hacia algún lugar donde la (fosca) conciencia nacional se pondría a prueba. Por eso, casi treinta años después, y corroborados los temores de Marqués hacia las soluciones del catalanismo, saben a poco aquellas melifluas reconvenciones donde se desplegaba una cierta desconfianza hacia la nueva fe de una parte de las izquierdas: el catalanismo.

Hoy, y ya sin las trabas de la censura, o salvado el respeto que guardó entonces a la confraria para no explicar con claridad lo que a buen seguro aquella no hubiera entendido, se impone que Marqués pase la página de la perplejidad y nos ofrezca una lectura sin cortapisas de lo que esto ha sido, sin sucumbir a la tentación de creer que todo lo que pasó debía haber estado previsto, o que lo que nunca sucedería obliga humildemente a la rectificación.

Al fin y al cabo, la historia ha colocado a cada uno en su lugar. Estoy completamente seguro que de haber sabido Marqués cuál iba a ser el periplo político de la mayor parte de aquellos a quienes tuvo la deferencia de no advertir claramente sobre el craso error que cometían, se habría ahorrado el detalle y habría empezado con antelación el debate que estalló más de una década después, quizás ya tarde.

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