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Tribuna:EN TORNO A LA ERA GLOBAL
Tribuna
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El declive de la cultura verbal

Hace ya casi nueve años publiqué en este mismo periódico un ensayo titulado El declive de la novela. No era la primera vez que me refería a ese tema ni he dejado de hacerlo en diversas ocasiones desde aquel entonces. Pero aunque hoy se aprecie todavía con mayor claridad que lo que la industria editorial nos ofrece como literatura tiene muy poco que ver con la creación literaria, también resulta más claro que esa pérdida de relieve de lo literario es sólo uno de los muchos aspectos de un fenómeno bastante más amplio: el declive de la propia expresión verbal. Imagino, llegados a este punto, la contrariedad de más de un lector al decirse: ¡ya vuelve este aguafiestas a las andadas! El editor literario, por ejemplo, convencido de que reconocer que la literatura no vende hará que aún venda menos; como si el que lee fuese a soltar este periódico y dejar de comprar libros. O el novelista que acaso se sienta excluido del panorama literario, cuando, si lo que escribe es de valía, no tiene problema alguno; siempre hay frutos tardíos, yo mismo soy uno de ellos. O el obstinado botarate que, aferrado a la labor crítica que desarrolla desde una cátedra o desde las páginas de algún suplemento cultural, vea peligrar su empleo; como si de dos negaciones también en este caso resultase una afirmación: como si de una crítica sin interés de una obra sin interés pudiera salir algo bueno. Según ellos, nunca han ido tan bien las cosas, nunca se ha leído tanto, y las voces de alarma son sólo un fenómeno cíclico. Cosas que ya se decían hace cien años, o en tiempos de Ortega, temas que resurgen periódicamente. Como si la situación de la cultura hace cien años o en tiempos de Ortega fuese la misma que ahora, y lo que entonces pudiera decirse tuviese algo que ver con lo que yo digo. (Téngase en cuenta, por otra parte, que las voces que anunciaban cambios en lo que había que entender por creación literaria, también entonces acertaron). Quien sí ha expresado opiniones similares a las mías es George Steiner, y no ya durante su reciente estancia en Madrid, sino desde los años setenta. Y con extraordinaria agudeza, por cierto, ya que los indicios de quiebra en lo que él llama la Era Verbal se mostraban entonces mucho más débiles. No comparto, por otro lado, sus consideraciones respecto a los lenguajes científicos o al lenguaje musical. Pero eso es ya otro tema.

En los setenta, las estridencias del Postmodernismo contribuyeron a embarullar el panorama cultural en la medida en que se pretendía dar una apariencia de renovación a lo que de hecho era una liquidación. Hoy, la postmodernidad pertenece al pasado y la evolución de los acontecimientos y, sobre todo, la velocidad de esa evolución -la integración, en un solo sistema, de televisor, ordenador, cámara, vídeo, impresora y teléfono móvil- han clarificado extraordinariamente el panorama. No se trata ya de que para triunfar en el mundo de la política, de los negocios y hasta de la cultura, no sea preciso ser ni leído ni culto, sino que, si así sucede, es porque tampoco el serlo es algo que se valore en la vida cotidiana. Al contrario: no ya el saber sino también el propio lenguaje que lo expresa pueden suscitar un recelo del todo contraproducente. El dirigente político del pasado suplía su eventual ignorancia con abundantes citas cultas que le preparaban sus consejeros; si hoy no lo hacen o lo hacen menos es porque los ciudadanos no se lo reclaman. En una insólita variante del Despotismo Ilustrado, el poder tiende hoy a ejercerse simultáneamente desde el pueblo, con el pueblo y contra el pueblo. El saber, la expresión verbal ajena a los conocimientos tecnológicos, no sólo se consideran inútiles sino incluso, en la medida en que fuente de preocupaciones, causa de infelicidad. No se trata de que la poesía, la novela, el ensayo, un género literario cualquiera, hayan perdido presencia en la sociedad; es la creación literaria en su conjunto la que lo ha perdido, la reflexión filosófica, la expresión verbal en sí misma, todo lo que ha vertebrado casi tres mil años de Historia en los que la cultura ha estado dominada por el lenguaje. El papel de la informática, en este sentido, ha sido decisivo: acortar el mensaje, reducir el léxico, a semejanza cada vez más de un código de señales. Y tanto como facilitar el acceso al saber almacenado, tranquiliza las conciencias con el hecho de que ahí queda ese saber, guardado y bien guardado.

Para apreciar mejor un cuadro conviene retirarse unos pasos. Para comprender la situación presente conviene asimismo tomar distancias. Prescindir de la tradicional división de la Historia en Edades -Antigua, Media, Moderna y Contemporánea- y situar el comienzo de nuestra cultura verbal unos mil años antes de Cristo, cuando los primeros textos literarios griegos y los autores de la Biblia establecieron los cimientos de lo que ha llegado a ser la cultura predominante en el mundo entero. Lenguaje, religiones, escritura, creación literaria, leyes, amor, ética, ciencia, filosofía, constituyen las líneas maestras de la evolución histórica de esa Era, de toda una sucesión de culturas desarrolladas a partir de un soporte verbal, cuando no directamente de un Libro.

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Si a esa Era le buscásemos una adscripción de lugar, al modo de los antropólogos cuando hablan del hombre de Atapuerca o del de Neanderthal, habría que llamarla Era Mediterránea, ya que casi todo tuvo su origen en torno a ese viejo mar. Desde sus orillas, a lo largo de los siglos, se expandió de forma continuada hacia el resto del mundo, tomando gran número de cosas de otras culturas, pero, sobre todo, aportándoles tantas otras, que ese contacto ha terminado por provocar en ellas una profunda transformación. Si hoy la gente tiende a vivir de forma parecida, a vestir y comer y ver la televisión conforme a gustos muy similares, es porque esa cultura que nació junto al Mediterráneo y cuyo soporte era la palabra se ha extendido a la totalidad del planeta.

El proceso de globalización política, social y económica ha venido gestándose a lo largo de todo el siglo XX. Su triunfo, a primera vista, supondría el triunfo de esa cultura basada en la palabra. Pero, paradójicamente, la coincidencia de tal proceso con el desarrollo informático y audiovisual de los últimos años, ha convertido al lenguaje en poco menos que un estorbo para esa cultura fundada en el lenguaje. Lo que hoy requiere la comunicación no es idiomas, sino un código, un lenguaje instrumental lo más simplificado posible. La verdadera sustituta de la palabra no es hoy la imagen sino la presencia virtual de la realidad evocada, y leer y escribir se convierten paulatinamente en actividades superfluas en relación a la vida de cada día.

Una cosa son las posibilidades que ofrece la informática a la cultura verbal y otra muy distinta lo que en la práctica supone su uso generalizado: un instrumento de trabajo, ya imprescindible en muchos casos, se convierte en pasatiempo no menos imprescindible, a la vez que superfluo y excluyente. Un hábito cultural que, asociado al móvil y al espacio televisivo, no favorece precisamente al gusto por la lectura ni, menos aún, predispone a la creación literaria.

Consecuentemente, el libro se convierte cada vez más en un artículo de regalo cuya compra está sujeta al calendario de fiestas y celebraciones, un acto que, por lo que tiene de cívico, redime en cierto modo a quien lo realiza de tener que entregarse a su lectura. Pero si para el adulto el libro empieza a representar una especie de convención social, para el escolar la lectura es, sobre todo, una penosa obligación de la que los planes de estudio tienden en todas partes a eximirle. Por otro lado, el hecho de que el ordenador escriba a nuestro dictado puede dar lugar a que, en breve, del mismo modo que las calculadoras han relegado al olvido las operaciones matemáticas, los escolares terminen olvidándose de escribir. Y la corrección ortográfica será responsabilidad exclusiva del ordenador.

El rincón dedicado a los libros de un gran centro comercial, lo que en él se ofrece al público, es fiel reflejo, al igual que cuanto exhiben los quioscos, de lo que la gente realmente lee. Merece la pena considerar con detenimiento los productos que ofrecen esos quioscos y librerías, su escasa relación con la creación literaria; comparar con lo que ofrecían las librerías de hace sólo quince o veinte años, imaginar lo que pueden llegar a ofrecer dentro de otros quince o veinte. Y echar cuentas.

Luis Goytisolo es escritor.

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