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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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Ay, la dulce tentación del fascismo

Heinrich Heine decía lo siguiente: 'La preocupación por la moralidad pública constituye el primer ataque del fascismo. Primero queman libros, después personas'. ¿Por qué será que la intolerancia surge a menudo de la boca de los moralistas? Gente bienpensante, educada, nacida en buena cuna y mejor escuela, gente que simboliza cosas en este país de símbolos y cuya relevancia pública tiene algo de místico. Por eso nos quedamos con una cara casi de imbéciles, sin saber mucho qué decir, perdidos entre la carcajada y el dolor, sin atrevernos a estar simple y llanamente indignados. La fascinación por el orden está tan cercana a un tipo preciso y patológico de totalitarismo que no es fácil vislumbrar el huevo de la serpiente cuando se reproduce.

Pero se reproduce, una y otra vez, con una capacidad regenerativa tan imponente que nos coge siempre con el chupetín en la boca. Y entonces los discursos del odio patinan suaves en la consciencia colectiva, como si no fueran tan odiosos, como si fueran simple memez, simple chochez. Cuesta poner de pie al cerebro, tan adormilado él, tan fatigado de nada, feliz en la arcadia de la indiferencia. Y sin embargo, ¡qué necesidad de despertarlo, de atizarle una buena dosis de vitaminas, qué urgencia de ponerlo a currar duro! Porque, queridos colegas, esto se pone feo de verdad, feo de feo, feo de fealdad odiosa, repugnante, feo de serpiente con huevo renacido, con huevo feo. Hablemos claro: existe un discurso catalán fascista. Siempre ha existido como tentación, y a veces hasta como teoría, sólo que, por suerte, no había encontrado dónde anidar. Estamos acostumbrados, en lo catalán, a que el fascismo venga de fuera, a ser nosotros sus víctimas (y así ha sido en la historia), a vivirlo como una agresión. Foráneo, y no vecino. Extranjero...

¿Es así? Sí..., pero no. Por supuesto habrá quien, en esta desagradable coyuntura de Heriberts sueltos de lengua, encuentre la excusa de oro para criminalizar todo discurso nacionalista. 'Está en su esencia', 'todo nacionalismo lleva a él', etcétera. Francesc de Carreras iba por ahí, y, con su inteligencia habitual, por ahí nos vacunaba Joan Culla. Pero ello sería tan incierto como injusto. La tentación racista, fascistoide, puede anidar en el nacionalismo tanto como en cualquier otro sitio. No hay ninguna ideología, de la derecha a la izquierda, que se escape de esa tentación y que no esté obligada, por tanto, a velar duramente contra ella. Igualmente, es indiscutible que el contingente absolutamente mayoritario del nacionalismo catalán ha luchado por las libertades y la democracia. No hagamos, pues, caldo gordo donde necesitamos sopa fina. Que, Francesc, si todo nacionalismo conduce al fascismo, ¿todo izquierdismo universalista conduce al estalinismo? En absoluto, la frontera entre lo democrático y lo antidemocrático es tan nítida que crea estrechos lazos transideológicos. Es cierto, sin embargo, que lo catalán no gusta de saberse sus miserias ni de conocer sus monstruos interiores, y por ello no recuerda que también los fabrica. Veamos el caso Barrera. Claro que puede tratarse de un discurso aislado, de ese típico ermitaño iluminado que sube a la colina y proclama la república del plátano o la hecatombe universal. Pero no me parece, puesto que hablamos de alguien que piensa, que sabe lo que dice y que, además, entronca en una antigua, sutil y casi clandestina tradición. ¿Patriotismo totalitario? Y tanto que lo ha habido en Cataluña, y en algunos casos ha tenido especial relevancia. ¿Recordamos la fascinación por Marinetti y el futurismo italiano, aliado natural del fascismo, que vivieron algunos intelectuales de pro, entre ellos el maestro J. V. Foix?, y no sólo se trató de una fascinación intelectual. Artículos haylos, y muchos, de esos prometedores intelectuales patrióticos que pedían una mano de hierro para poner orden al caos, que se extasiaban con lo militar, que hablaban de la patria como de la propiedad privada, que despreciaban a los de fuera, que se creían superiores. Les llegó, para su desgracia, el orden militar, pero con la bota de Primo de Rivera, y se les acabaron las veleidades. No debía de ser la bota que buscaban... Pero el nombre de Cataluña, en boca de ilustres mentes tan morales y corteses como el Barrera actual, se unió intelectualmente al nombre del fascismo. ¿Y después? Después existieron los Pompeu Gener, que hasta llegaron al discurso genetista y racial, y algunos focos de Estat Català. Lo que dice Barrera, lo que ruge Barrera, no es nuevo.

¿Fascismo? Por supuesto. Ya sé que Barrera tiene eso que se llama una intachable trayectoria a favor de las libertades nacionales. Pero quizá lo que no le gustaba del franquismo era que fuera un fascismo foráneo, visto su discurso finalmente destapado. No. Esa Cataluña de Barrera puede ser muy catalana, hasta catalanísima, pero es mala. Es sucia de intolerancia y de exclusivismo. Es racial y no dialéctica, totalitaria y no democrática. Puede que la quiera mucho, pero su amor ahoga. Digamos muy alto que hay una manera de amar a Cataluña que no teme las mezclas, que vibra con los colores de la piel y danza al son de los bailes que nos llegan, y se siente viva porque se siente nueva. La Cataluña de Barrera es vieja y triste, pero sobre todo es totalitaria. ¡Qué miedo a la vida, qué miedo a la libertad, qué tremenda soledad perversa la de esos catalanes que necesitan del pensamiento único, todos igualitos, todos cristianitos, todos montserratitos, todos almogavaritos, para sentirse seguros!

Pero no. Hay otra Cataluña. Soñarla es un placer. Lucharla, una obligación.

Pilar Rahola es escritora y periodista. pilarrahola@hotmail.com

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