Columna

Heridas narcisistas

Un amigo me preguntaba recientemente: ¿Tu crees que cambiarían muchas cosas si Maragall fuera presidente de la Generalitat? Antes de que yo le contestara, concretó más la pregunta: ¿Maragall también irá a La Moncloa a explicarles cómo es España? La respuesta es fácil: pues sí. No hay ninguna duda. Las heridas narcisistas que este país lleva inscritas -y parece que a mucha honra- pervivirán porque Pujol y Maragall tienen una religión en común. Los catalanes tenemos el vicio de no perder oportunidad de demostrar que la herida supura. Pero los españoles no muestran ningún interés especial en perm...

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Un amigo me preguntaba recientemente: ¿Tu crees que cambiarían muchas cosas si Maragall fuera presidente de la Generalitat? Antes de que yo le contestara, concretó más la pregunta: ¿Maragall también irá a La Moncloa a explicarles cómo es España? La respuesta es fácil: pues sí. No hay ninguna duda. Las heridas narcisistas que este país lleva inscritas -y parece que a mucha honra- pervivirán porque Pujol y Maragall tienen una religión en común. Los catalanes tenemos el vicio de no perder oportunidad de demostrar que la herida supura. Pero los españoles no muestran ningún interés especial en permitir que suture cuando dan por supuesto que ni Maragall ni Pujol tendrían que ir a contar sus fantasías federalistas o autonomistas a La Moncloa. La irritación expresada por Aznar en Berlín contra el federalismo europeo -en airada defensa de su poder de Estado- demuestra que nadie está a salvo de las heridas narcisistas.

Que sea Mas y no Duran quien suceda a Pujol no tiene ninguna importancia. Lo importante es para qué uno y otro pretenden sucederle. Qué piensan hacer, sin ir más lejos, ante una herida abierta y supurante como es la inmigración

Mal de muchos no debería ser consuelo. El hecho es que la política catalana no sale del patológico universo de las heridas narcisistas: las colectivas y las individuales. Y cuando se trata de heridas individuales, el espectáculo no pasa de la mala comedia de enredo. Las rivalidades por la sucesión de Pujol en Convergència i Unió de momento se saldan con el orgullo herido de quien creyó que tenía aura suficiente para dominar la coalición desde la minoría. En tiempos tan dados a la cultura de la imagen hay todavía quien cree que la imagen es la política. Y la política reducida a imagen -sin el grosor de unas ideas diferenciadoras fuertes y de un espacio social abonado para oírlas- acaba siendo inútil casi siempre. También para la política hay un momento en que tiene que someterse al principio de realidad.

El PP por un lado y el PSC por otro creyeron que aupar a Duran era un modo de debilitar a Convergència. Y le dieron una importancia sobreestimada que llegó a confundir al propio Duran. Al final, las cosas han quedado en sus justas proporciones. Por su interés propio, por su autoestima, (y no sólo por respeto a los ciudadanos, que sería razón más que suficiente) debería pedirse a los enzarzados -y a Duran en especial- que si ha de seguir la pelea sucesoria que sea sobre bases políticas. Aunque, naturalmente, si Duran rehúye este terreno es porque cree que en lo ideológico tiene la batalla perdida. De otro modo no se entiende que impusiera a su partido la renovación de las promesas del soberanismo justo antes del encontronazo definitivo. Cuando para ganar al rival hay que hacer acto de devota aceptación de sus tesis, por lo general, es indicativo que ya se ha perdido. Porque para hacer lo mismo que Convergència no hace falta Unió. Y para que quede claro, Pujol propone la fusión.

Haría bien Unió en hacer un poco de introspección y ver qué le queda política e ideológicamente en su interior. Sería más edificante que la simple lucha por el poder. Aunque haya quien piense -desde el poder, por supuesto- que esta preponderancia de los cargos -de los protagonistas- sobre los contenidos es lo mejor que puede ocurrir porque aburre a la gente y evita que la ciudadanía se interese demasiado por lo que pasa y fisgue por el ojo de las cerraduras de palacio. No hay nada por lo que pelearse, salvo por mandar. Ésta es el principio que parece irse imponiendo en estas democracias aparentemente satisfechas, pero que en realidad son cada vez más anémicas. Más cargadas de abstención, es decir, de desinterés ciudadano. Al fin y al cabo que mande Mas o Duran es irrelevante para la mayoría. Lo que es relevante es para qué, para hacer qué. El día que la gente no lo crea así la democracia habrá dejado de existir y no será aceptable excusarse en que nadie sabe cómo ha sido.

De la feria de las vanidades a la realidad de la vida. La verdadera herida narcisista en este país tan dado a cultivárselas puede venir del aumento de la población inmigrada. Lo dicen los expertos: cuando entre países vecinos o de culturas parecidas hay un diferencial de bienestar muy grande el flujo inmigratorio es imposible de detener. Y aquí el potencial es grande porque por vía cultural llega hasta las Américas. La inmigración interior se saldó con poco conflicto y mucha hipocresía. Ante la inmigración extranjera, la hipocresía ya no sirve para disimular la herida al narcisismo de la sociedad acomodada y confiada. Un discurso xenófobo de baja intensidad empieza a enseñar su rostro. Y en estos casos la imaginación corre muy deprisa: algunos ya se hacen fantasías sobre una Cataluña con mayoría de población inmigrante. Es el sueño sobre el que se construye la herida narcisista. Desde la política se apela a la prudencia, por miedo a que si se habla demasiado el lobo racista se sienta convocado. Hasta que estalla el conflicto en alguna parte. Por unos días el escenario se llena de ruido mediático, que no siempre pacifica. Después vuelve el silencio.

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No se nace antiracista, se deviene antiracista, por educación, por conciencia y por cultura democrática. Hay cierta idea organicista de las cosas, que nos presenta un país como una realidad natural y la cultura propia como una segunda naturaleza, que es muy propensa a alimentar la idea de que el país es nuestro y de nadie más. Y que esta propiedad de la patria es además un derecho inalienable. Gobernar, ¿para qué? Para alimentar una cultura democrática que enseñe a los ciudadanos a ser antiracistas, que contribuya a superar el atávico rechazo al otro que la civilización sólo ha conseguido domesticar a medias. 'En Estados Unidos no hay un problema negro, hay un problema blanco', decía Richard Wright. Esta herida narcisista es la que no hay que dejar crecer entre nosotros. Y estas tareas son las que realmente dignifican la política capaz de prevenir. Ante la envergadura de estas cuestiones el espectáculo de la política del quítate tú que me pongo yo, sin ideas ni propuestas que lo justifiquen, es especialmente lamentable, porque tiene que ver con el botín del poder más que con el país.

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