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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El nacimiento de la sobrasada GABRIEL GALMÉS

Si lee usted los periódicos con demasiada contumacia, creerá sin duda que el gran generador de alarma social en Mallorca después de la guerra civil fue lo del túnel de Sóller. Craso error: dos episodios fueron los que de verdad tumbaron a la siempre autocomplaciente sociedad isleña en el diván del psiquiatra. El primero, el incendio que sufrió hace pocos años la fábrica de la marca de las más insustituibles galletas llamadas de Inca, o de aceite. Éste concluyó rápidamente porque, a pesar del pánico inicial y los acaparamientos, en cuestión de meses la factoría fue reconstruida gracias a un apoyo popular e institucional memorable y verdaderamente insólito.El otro episodio tuvo lugar el invierno pasado: fue la debacle, la ruina de los más antiguos esquemas. El precipicio sobre el caos, el fin de una cultura, la angustia ancestral frente a una despensa vacía. Lo inesperado, el castigo divino que no se sospechaba tan demoledor: la sobrasada se volvió blanca.

Casi toda la sobrasada que se elaboró en los miles de matanzas familiares de la isla empezó al unísono a tomar un tono primero blandamente rosáceo, luego definitivamente blancuzco, nauseabundo y apocalíptico siempre. Nos interrogábamos unos a otros por las calles y nos llamábamos por móvil de los Audi Quatro a los 4L: "¿Se os ha vuelto blanca la sobrasada?". La respuesta era, indefectiblemente, afirmativa. Este cronista lo vivió en sus propias carnes. Este cronista estaba allí.

Se sabía que existían razones científicas de peso que explicaran un fenómeno que, aunque conocido, nunca había alcanzado proporciones tan drásticas. Es cosa archisabida, por ejemplo, que una mujer menstruante no puede ni siquiera acercarse a la mezcla de carne magra, sebo y especias (¿creen que voy a revelarles cuáles, ilusos lectores?) con que se confecciona la pasta básica, el origen de nuestra seña de identidad primordial. Es algo ratificado por la ciencia y nadie en su sano juicio va a arriesgarse por contradecir algo así. También pudo pasar, dijeron otros estudiosos del asunto, que la Luna no estuviera en su fase más adecuada (tampoco voy a decirles cuál es), o que la alimentación que amenizó los últimos días del cerdo no fuera la correcta. Una gota inoportuna de agua pudo haber rozado levemente una pared del lebrillo de la preparación. Tal vez soplaba con demasiado ahínco el viento del Sureste, el pernicioso xaloc, que convierte a los más apacibles seres humanos en ciegas bestias irracionales y la sobrasada más exquisita en puro veneno. Todas las posibilidades de índole científica fueron barajadas por competentes equipos de investigadores con masters en Estados Unidos. Incluso las variables más remotas se tuvieron en consideración: la variable ventrículos, por ejemplo, que determina que hay que desprenderlos del corazón del animalito y dárselos a comer a los perros para que no ladren. O la variable hiel, que actúa negativamente sobre un año entero de abundancia proteínica si se rasga accidentalmente la vesícula biliar que la contiene y entra en contacto con alguna parte comestible del cerdo, que viene a ser algo así como un 98% una vez desechados pelos y uñas.

Los mejores cerebros de la isla, no obstante, no se ponían de acuerdo. ¿No se habían levantado todos los participantes en la matanza a una hora innecesariamente temprana? ¿No habíanse sucedido discusiones sin fin sobre el punto de picante y de sal? ¿No habíase frito ritualmente una muestra de pasta de sobrasada para dar a probar a todos los asistentes -incluido el invitado foráneo que sólo le da a la manivela y exclama "¡ah!, ¡oh!" arrobado- para que dieran una opinión que la portadora de la sartén y el tenedor no pensaba escuchar de todos modos? ¿Había omitido alguien colgar el extremo final de la cola del cerdo en el pasador trasero del pantalón del invitado foráneo, para regocijo cíclico de los demás? ¿Qué ocurría?

La ciencia no daba con la razón por la cual las sobrasadas palidecían exasperantemente y se transformaban, de símbolo de la seguridad atávica que representa tener el sustento invernal, en emblema de la futilidad de todo esfuerzo mundano, como un carpe diem contemporáneo. El buen pueblo mallorquín empezaba, ante el desvanecimiento de su tótem tribal, a mostrar señales de un descontento cuya exhibición le es inhabitual. Las autoridades consideraron seriamente la conveniencia de declarar la isla zona catastrófica y permitir que el ejército ocupara las calles. Estábamos al borde de la fractura social y ya se veían penitentes lacerándose descalzos por las calles escarchadas de enero, desesperando de la ciencia leve de los hombres.

No les faltaba razón, dado que al final tuvo que ser la paraciencia la que diese una respuesta. Resultó que a las especias que usamos (cuyo secreto, repito, no voy a revelar) les faltaba no sé qué alquímico componente antioxidante, y esa carencia causaba el trastorno. Salieron hombres con escopetas a la calle para vengarse, pero no hubo disparos. Quienes pudieron compraron otro cerdo y repitieron gozosos la matanza, con especias nuevas. En Mallorca, a la hora de matar un cerdo, todo el miedo puede y deja los tiros para otra ocasión, que en realidad no se presenta nunca.

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Este año, sabiendo cómo evitar la catástrofe, nos hemos tranquilizado y llevamos semanas disfrutando de la matanza de cerdos innumerables, serenamente y con la ventaja de que hacerlo en casa y sin control veterinario es, por lo visto, tremendamente ilegal.

Tolo Ramon

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