Tribuna:

Emprendedores y burócratas

Es, o parece, una apuesta a largo plazo, sin prisas. El primer paso, cambiar por completo el clima que regía las relaciones entre Gobierno y oposición, lo han dado sin problema alguno, sin complejos. Su olfato no les ha engañado: los rencorosos ataques y descalificaciones, en los que tan pródiga fue la política española de los últimos años, podían acabar en un resultado de suma negativa, perjudicial para todos. Con su renuncia al arma del insulto y la ofensa, el nuevo equipo dirigente del PSOE ha desarmado también a su adversario, que incurre en el ridículo cada vez que el viejo resorte vuelve...

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Es, o parece, una apuesta a largo plazo, sin prisas. El primer paso, cambiar por completo el clima que regía las relaciones entre Gobierno y oposición, lo han dado sin problema alguno, sin complejos. Su olfato no les ha engañado: los rencorosos ataques y descalificaciones, en los que tan pródiga fue la política española de los últimos años, podían acabar en un resultado de suma negativa, perjudicial para todos. Con su renuncia al arma del insulto y la ofensa, el nuevo equipo dirigente del PSOE ha desarmado también a su adversario, que incurre en el ridículo cada vez que el viejo resorte vuelve a saltar. Los buenos modales parecen, por una vez, una inversión políticamente rentable.El vuelco en las relaciones entre partidos se complementa con la ambición de atender las distintas demandas que desde la sociedad se dirigen a los políticos en unos tiempos de certidumbres derrumbadas. El propósito que anima a los dirigentes del PSOE consiste en recuperar para la política la confianza de unos ciudadanos a los que perciben más cansados, pero también con más ganas de participar; más autónomos y al mismo tiempo más comunitaristas; interesados en reducir el poder del Estado e inquietos porque el Estado ya no puede garantizar el cumplimiento de sus compromisos sociales; más responsables de su propia vida, pero más exigentes con los servicios públicos; más decididos a afirmar su identidad personal y más inclinados a refugiarse en identidades colectivas.

De ahí que el nuevo discurso de Rodríguez Zapatero, elaborado con retazos de las más variadas procedencias para atender demandas a veces contradictorias, ofrezca simultáneamente unas propuestas y sus contrarias. Ha suscitado curiosidad la pretensión de equiparar -por medio de una simple cláusula de estilo: si ustedes lo prefieren- socialismo liberal y socialismo libertario, como si no existiera algo más que una suave transición entre liberalismo y anarquismo. Pero hay otra cuestión de mayor entidad en este nuevo discurso, que se refiere al Estado y a su lugar en la sociedad del conocimiento, de la globalización, o como demonios se vaya a llamar la sociedad del futuro. Si lo que dicen es lo que pretenden, los socialistas habrían apostado por disminuir la fuerza del Estado y entonar al tiempo el canto fúnebre por la burocracia.

Por supuesto, a nadie le suscita una emoción especial que le llamen burócrata y no está muy de moda cantar las excelencias de los funcionarios. Pero si de algo ha carecido el Estado español en el penoso trayecto de su construcción histórica ha sido de una burocracia políticamente neutra a la par que eficiente en la gestión de los recursos públicos. La razón de esta carencia no radica en haber tenido que aguantar el peso de un Estado fuerte, sino en soportar la acción de Gobiernos desmedidamente intervencionistas. Lo de Estado fuerte para referirse al Estado español contemporáneo es una broma que pierde toda su gracia cuando se sufre, junto a la debilidad del Estado, la intervención de un Gobierno hinchado. Si algo se esperaba de los socialistas en los años ochenta, y si en algo frustraron todas las expectativas, fue la reforma de la función pública, cuando se mostraron tan expertos en desmontajes, pero tan torpes como reconstructores.

Hoy ya no se trata de reformar nada sino de exigir a los burócratas que abran paso a los emprendedores. La música suena estupendamente, pero esta alabanza del empresario y menosprecio del burócrata olvida la cuestión central que arrastramos desde hace dos siglos: la irreprimible tendencia de los Gobiernos a confundirse con el Estado, impidiendo a los burócratas que lo sean verdaderamente. No hay servicios públicos de calidad -policía, justicia, educación, sanidad...- sin burocracias políticamente neutras, y técnicamente eficientes, como tampoco puede haber Estados fuertes sin Gobiernos muy disminuidos en su pretensión de inmiscuirse en lo que no les concierne. Tal vez fuera conveniente hablar algo menos del Estado y un poco más del Gobierno.

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