Tribuna:LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO

Parlamentos discapacitados

Nos cuenta José Varela Ortega, en un libro estupendo que acaba de publicar con Luis Medina, cómo se introdujo en la cultura política española, a partir de la crisis de 1898, la convicción de la maldad del Parlamento y el anhelo de un Ejecutivo fuerte. La última expresión de esta arraigada creencia habría sido la obsesiva preocupación de nuestros padres constitucionales por depurar errores, excesos y culpas del pasado parlamentarismo, del monárquico como del republicano. Había que reforzar el Ejecutivo, se dijeron, colocarlo a salvo de luchas faccionales, y para conseguirlo adoptaron -ellos y s...

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Nos cuenta José Varela Ortega, en un libro estupendo que acaba de publicar con Luis Medina, cómo se introdujo en la cultura política española, a partir de la crisis de 1898, la convicción de la maldad del Parlamento y el anhelo de un Ejecutivo fuerte. La última expresión de esta arraigada creencia habría sido la obsesiva preocupación de nuestros padres constitucionales por depurar errores, excesos y culpas del pasado parlamentarismo, del monárquico como del republicano. Había que reforzar el Ejecutivo, se dijeron, colocarlo a salvo de luchas faccionales, y para conseguirlo adoptaron -ellos y sus continuadores- una panoplia de medidas que van desde la moción de censura a la manera germánica hasta las listas cerradas y bloqueadas, pasando por unas elecciones crecientemente presidencialistas y un reglamento a modo de corsé que asfixia los debates.A este vaciamiento del Parlamento como espacio central de la política contribuyó durante la década de 1980 la mayoría absoluta disfrutada por el partido socialista. En el hemiciclo no pasaba realmente nada: el jefe del Gobierno no aparecía por allí, y su segundo, si lo hacía, era para abrir ostentosamente un libro sobre el pupitre o bostezar sin disimulo, de tanto como le interesaba lo que el orador pudiera decir. Tan vergonzoso fue el absentismo y el desdén que al final no quedó más remedio que arbitrar un juego llamado de control, aunque con toda la ventaja para el equipo del Gobierno: se pregunta, se responde, se replica y se cierra. Con este formato, el Gobierno siempre gana; la oposición, ducha en la materia por haber sido tantos años gobierno, debería saberlo antes de gastar inútilmente su reserva energética en salvas de pólvora mojada.

Si no se tiene en cuenta esta larga tradición española, reforzada por la Constitución, los estatutos y la costumbre, no se entiende lo ocurrido en el Parlamento vasco esta semana. Que un presidente de Gobierno alardee de mantenerse en su puesto cuando se le ha roto la coalición que le permitió alcanzar la investidura y, por no atreverse a pedir la confianza, es sometido a dos mociones de censura con resultado negativo para él pero no suficiente para la oposición, es sencillamente aberrante. Los nacionalistas vascos, españoles de antes de la guerra en tantas cosas, lo son ahora también al compartir la cultura política de desprecio al Parlamento: en Euskadi se puede gobernar sin límite de tiempo contra una mayoría parlamentaria explicitada en buena y debida forma en dos mociones de censura.

Gobernar se podrá, pero legislar no, lo cual nos lleva a una situación paradójica. La constante antiparlamentaria de la política española tenía su correlato en la exaltación del Ejecutivo: el cirujano de hierro; el militar que limpia a escobazos el escenario de la vieja política; el Gobierno en manos de tecnócratas que presumían de no ser políticos. Desde la Unión Patriótica, con Primo, a los ministros del Opus, con Franco, el antiparlamentarismo no era más que la otra cara del autoritarismo, o sea, del añorado Ejecutivo fuerte. Lo paradójico de la situación actual, lo realmente nuevo, es que el desprecio al Parlamento arrastra la irreparable debilidad del Gobierno. Porque, aunque a veces no lo parezca, esta es una democracia parlamentaria y, en un sistema de tal índole, cuando el Parlamento queda bloqueado -como lo está en Euskadi por la obstinada resistencia de un Gobierno en minoría- el Ejecutivo se convierte en una ruina.

Se confunde, pues, el lehendakari cuando afirma que gobernará. No; se mantendrá en el Gobierno, que no es exactamente lo mismo. Para gobernar se requiere otra cosa, que no es la dignidad, la honestidad o cualquier otra virtud también terminada en zeta. Se requiere algo mucho más simple: una mayoría parlamentaria. Y en Euskadi, la mayoría está contra el Gobierno. Un Parlamento discapacitado y un lehendakari que nunca podrá levantarse de la silla de ruedas: hasta ahí hemos llegado.

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