Tribuna:LA CRÓNICA

Intríngulis de aparcar IGNACIO VIDAL-FOLCH

Estoy en Barcelona, dentro del coche, tratando de aparcar, y me acuerdo de la última vez que estuve en Viena; alquilé un coche y me costó aparcar. Esto fue lo más singular y llamativo del viaje. Mientras daba vueltas a marcha muy lenta, me acordé de un amigo diplomático que hace 10 años me hizo de cicerone en esa ciudad y me comentaba, sonriendo, lleno de satisfacción: "Lo bonito de Viena es que puedes aparcar donde quieras. Hay sitio de sobra". En efecto: dejábamos su coche junto a cualquier acera, sin problemas. Lo último que sé de él es que le han trasladado, como les sucede cíclicamente a ...

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Estoy en Barcelona, dentro del coche, tratando de aparcar, y me acuerdo de la última vez que estuve en Viena; alquilé un coche y me costó aparcar. Esto fue lo más singular y llamativo del viaje. Mientras daba vueltas a marcha muy lenta, me acordé de un amigo diplomático que hace 10 años me hizo de cicerone en esa ciudad y me comentaba, sonriendo, lleno de satisfacción: "Lo bonito de Viena es que puedes aparcar donde quieras. Hay sitio de sobra". En efecto: dejábamos su coche junto a cualquier acera, sin problemas. Lo último que sé de él es que le han trasladado, como les sucede cíclicamente a los diplomáticos, y que su nuevo destino es Lagos, Nigeria. Allí nadie tiene problemas para aparcar. De hecho, el problema es que le aparcan los cadáveres bajo la ventana: las villas de la colonia diplomática están situadas sobre el río, por donde al anochecer pasan perezosas canoas conducidas por un negro con una pértiga, arrastrando un hinchado cadáver. Te deja el cadáver en la orilla, bajo tu ventana, y se larga. El hedor es atroz, así que te asomas a la ventana y llamas a otro barquero que pasa por ahí (mira tú qué casualidad) y le ofreces unos dólares a cambio de que se lleve el fiambre. Cómo no, señor. El barquero cobra y se lleva el cadáver para dejarlo bajo las ventanas de otro blanquito...Durante el mes pasado se aparcó en Barcelona divinamente, pero septiembre ha llegado, han vuelto los coches, y como Diógenes buscaba un hombre, como los gambusinos buscaban vetas de oro en la remota montaña, yo, modestamente pequeño burgués, voy buscando aparcamiento, lo busco cada tarde a la vuelta del trabajo (a la ida no hace falta, la empresa pone a la disposición de los empleados un espacioso aparcamiento). He desarrollado una gran paciencia y un olfato finísimo de cazador de plaza, de descubridor de huecos. Y seguro que esta tarea cotidiana y exasperante me hace bien, me templa el carácter, me enseña humildad, me da paciencia para afrontar las adversidades. ¡Días hay en que hasta canturreo mientras busco dónde dejar el... coche! ¡A veces pienso que buscar aparcamiento es un ejercicio zen y que estoy, no sé, aprendiendo a conocerme a mí mismo!

Entonces despierta Chuqui, el muñeco diabólico que habita en mí. (Todos llevamos dentro un muñeco diabólico, el mío se llama Chuqui, tiene cara de Pujol y lleva plastrón verde). Usando su tono de voz más melifluo, me pregunta: "¿Alguna vez se te ha ocurrido calcular cuánto tiempo de tu vida te pasas tratando de aparcar?". Le digo que no lo he calculado pero serán, de promedio, unos 15 minutos al día. "Entonces, empleas en eso siete horas y media al mes, que son 90 al año. O sea, que cada 10 años te pasas 54.000 minutos, nada menos que 900 horas, o sea un mes entero, buscando aparcamiento. ¿Y en los atascos? Yo creo que de cada 10 años te gastas otro mes completo en ellos".

Estoy por decirle que sus cuentas son demasiado abultadas, pues hay tardes afortunadas en que aparco inmediatamente -¡bingo!- y además los fines de semana no saco el coche... cuando Chuqui, usando ahora un tono un poco más grave y preocupado, asevera: "Créeme, pasas demasiado tiempo mirando la televisión". ¡No más de una hora al día, me defiendo, y además, sólo para ver las noticias, los documentales y alguna película! "Claro, claro, pero eso quiere decir que cada 10 años pasas cinco meses viendo la tele", replica Chuqui. "Es preocupante, reconócelo: ¡es un año entero, de cada 24, frente al televisor! Oye, ¿qué estás haciendo con tu vida? ¿Por qué no la aprovechas? ¿O es que te crees que cuando se te acabe te darán otra? ¡Estás muy equivocado; nec revocare potes qui periere dies, no puedes volver a llamar a los días que ya han muerto".

Eso es lo más insoportable de Chuqui: sus latinajos. Me está poniendo un poquito nervioso, a mi muñeco diabólico interior, y encima el tipo ese del Saab me acaba de birlar un sitio estupendo en un chaflán, a sólo 17 manzanas de mi casa. Y Chuqui, dale que te dale, como un berbiquí: "Mira, duermes ocho horas cada día, lo cual quiere decir que si llegas a cumplir 70 años habrás dormido durante más de 200.000 horas, o sea más de 23 años. Es... es como si te pasases la infancia, la adolescencia y primera juventud durmiendo, ¡gandul! Y, ¿te has parado a pensar que cada día pasas una hora comiendo, entre desayuno, almuerzo y cena? Eso significa que en esos 70 años de vida que te otorgan las estadísticas, te habrás pasado más de 25.000 horas, o sea casi tres años sin dejar de masticar, ¡so glotón!".

Por fin encuentro una plaza, y meto en ella el coche con un suspiro de alivio, mientras Chuqui me explica que de esos 70 años me pasaré uno y medio vistiéndome y desnudándome, y cuántas horas he pasado cepillando mis dientes y zapatos. Salgo del coche. "¡Piensa cúantos días enteros, o meses, si no años, has pasado en las mismas calles!", chilla Chuqui para hacerse oír sobre el estruendo de la ciudad. "¿Quieres que contemos cuántos años has desperdiciado en reuniones idiotas?" Le pregunto qué le he hecho, por qué se ensaña así conmigo. Y, tras una pausa, responde: "Porque te quiero, hombre".

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