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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Biblioteca de noche JORDI PUNTÍ

Todos hemos imaginado o soñado alguna vez que nos encontrábamos por azar un tesoro oculto, un alijo extraviado, un botín perdido. Hemos fantaseado con ese momento de insólita excitación y hemos jugado a prever nuestros movimientos: los ojos que descubren un extraño fardo entre la maleza del bosque y miran a ambos lados buscando la soledad; los pies que tropiezan con un pequeño paquete (un ruido extraño) y le dan una nueva patada, suavemente, para tantear lo que oculta; las manos temblorosas que abren una bolsa olvidada en el metro. Todos hemos esperado encontrar una fortuna pero nos hemos sentido ridículos e incluso asustados ante lo desconocido que emerge, qué asco, pero después hemos intentado disimular y nos hemos dicho que no es nada, sólo son cosas como el nauseabundo contenido de un bolso viejo, o las patas de un pollo en descomposición que se distinguen entre papeles grasientos, o unas latas vacías (el tétanos) que al entrechocar suenan como monedas.Niños otra vez, por un momento, nos atrae lo abandonado, aquello que nos es regalado por la suerte, y lo observamos con la fascinación de un ídolo. Puede más la curiosidad. Hace años tuve un pinchazo en la carretera. Cuando cambiaba la rueda, encontré en la cuneta una cinta de casete grabada. La recogí y parecía en buen estado, sólo había que rebobinar un par de metros de cinta que se habían salido. Con la ayuda de un bolígrafo, la rebobiné. A continuación arranqué de nuevo el coche, nervioso, y me dispuse a escucharla. Apreté el play y tras un breve silencio se oyó con dificultad un coro de niños que cantaban una canción escolar; era una música dulce y repetitiva, casi un mantra, pero entonces, al cabo de un par de minutos, aquellas voces infantiles fueron subiendo de tono y se convirtieron en un largo chillido estremecedor, de animal degollado, y el radiocasete se paró. Saqué la cinta con esfuerzo, para comprobar que se había vuelto a enredar, y abriendo la ventana la arrojé de nuevo a la cuneta. "No pasa nada", me dije, pero tuve que recorrer en silencio los kilómetros que me faltaban para llegar a casa, callado de pura intranquilidad.

Hay días en que el azar es más benévolo y no te da malos tragos a posteriori. Voy a contar ahora mi último hallazgo inesperado -libros, muchos libros- y las extrañas circunstancias en que fue descubierto, con entusiasmo y sorpresa y nocturnidad. Era la una y media de la madrugada y con un amigo, gran lector, salíamos de un bar para meternos en otro que se encontraba cerca. Estábamos en el Eixample y al llegar a una esquina vimos un extraño bulto al lado de los contenedores de basura. Nos acercamos y no dimos crédito: allí en la acera, desparramados, había una montaña de libros (calculo yo, sin exagerar, que serían más de 500). Nos lanzamos a la caza los dos -no había nadie más por allí- y comprobamos al momento que estaban en muy buen estado. Recuerdo que el primer libro que cogí del suelo eran las Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, en una vieja edición de Seix Barral muy bien conservada. Mi amigo, a su vez, pronunció en voz alta el nombre de Faulkner: había encontrado uno de sus primeros libros, Mosquitos. Se acercaron entonces dos jóvenes. Uno llevaba un carrito de supermercado repleto de más volúmenes, el otro arrastraba una pesada maleta vieja de la que salían libros y más libros. Los echaron a la pila y luego uno de ellos sentenció el particular auto de fe: "Éstos ya son los últimos". Los miramos un segundo, sin saber si censurarles o agradecérselo, y seguimos buscando. Una prospección más a fondo nos hizo ver que también había mucha morralla. Regalos de cajas de ahorros, inevitables best sellers tipo El exorcista o Tiburón, y de vez en cuando raras perlas freak como El planeta de los simios o Suecia: infierno y paraíso, que me encandiló con su contracubierta: "Emancipación de la mujer, sindicatos, nudismo, sexo, arquitectura, bienestar económico, alcoholismo... Este mosaico de la vida sueca nos muestra el país del futuro". La edición, claro, era de 1974.

Después de rebuscar durante cerca de una hora, me llevé una docena de libros. Entre ellos estaban H. G. Wells, Somerset Maugham, Stefan Zweig, El gran Meaulnes, de Alain Fournier. Títulos muy de una época, con dibujos poco estilizados en las cubiertas y de editoriales como Caralt, José Janés, Rotativa, Apolo. De nuevo en el bar, con mi amigo pudimos hojear detenidamente los ejemplares que nos habíamos llevado y reconstruir así la vida de su antiguo propietario. Decidimos que prefería las novelas a la poesía y que era muy cuidadoso con los libros: los amaba; nuestro anónimo proveedor, además, solía viajar, porque algunos volúmenes llevaban el sello de la librería donde habían sido comprados, en ciudades como Cartagena, Málaga, Valencia o Madrid. Con una cerveza en la mano, pasamos el rato inventando una vida para todos esos libros, y entonces nos pareció de justicia brindar por su antiguo propietario, por esa alma que un día recorrió las páginas que ahora son mías.

Joan Sanchez
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